Una de las cosas más sorprendentes de la campaña electoral del 20-D ha sido la ausencia en los debates de cualquier referencia a la demografía, sin duda, el mayor problema que le espera a nuestro país en los próximos años.
La fecundidad española ha pasado de estar entre las más altas de Europa, a ser hoy de las más bajas del mundo. Paralelamente el modelo de familia ha cambiado, de suerte que los hijos nacidos fuera del matrimonio pasó de representar el 2% en 1975 al 42% en 2014.
El ISF (Índice Sintético de Fecundidad), es decir, el número de hijos por mujer, pasó de 2,8 hijos en 1976 a 1,27 en 2013, habiendo llegado a bajar hasta 1,15 en 1998.
En concreto, cada nueva generación es, aproximadamente, un 40% menor que la de 30 años antes. Esto, ligado al crecimiento de la esperanza de vida, ha hecho crecer la edad media de la sociedad española unos 2,5 años por década.
En el primer semestre de 2015 nacieron en España 206.656 niños y fallecieron 225.924 personas, produciendo así un saldo vegetativo negativo a nivel nacional y en 13 de las 17 Comunidades Autónomas.
Nadie con conocimiento de causa niega hoy que es preciso aumentar el peso de la población joven en España. Y para ello es decisivo poner en marcha políticas activas de natalidad y familia y, en su caso, migratorias. Y si queremos revertir tanto el envejecimiento como el saldo vegetativo, se ha de operar en primero y principal lugar sobre la fecundidad partiendo de un dato relevante: según las encuestas de fecundidad, las mujeres españolas desean tener, aproximadamente, el doble de hijos de los que al final acaban teniendo. El interés general coincidiría, pues con los deseos de las españolas. Para ello sería necesario poner en marcha políticas de concienciación social en favor de la natalidad, políticas fiscales (compensación a lo largo de los años, en IRPF, Seguridad Social y pensiones, entre otros, de una buena parte del coste de la crianza de los hijos, en función del número de éstos), familiares (guarderías, mejor reparto del trabajo familiar, etc., etc.) y laborales (por ejemplo, asegurando que las bajas por maternidad-paternidad no perjudiquen a las empresas donde trabajan las embarazadas y luego madres (y, en su caso, los padres que tomen permiso de paternidad).
Los casos de Francia o Suecia, con éxitos claros en incrementos del número de nacimientos y de la tasa de fecundidad, aunque incompletos y en buena medida ligados a la superior natalidad de sus poblaciones inmigrantes, son un ejemplo estimulante, en el cual inspirarse.
Pues bien, en estas arriesgadas condiciones, en España siguen campando por sus fueros los “jubiladores”, personajes dedicados -en la empresa privada y en el área pública- a forzar la jubilación de muchos empleados “maduros”, descargando así sobre la espalda de la Seguridad Social toneladas de pensiones destinadas a personas que están en perfectas condiciones físicas y mentales y que, además, no quieren jubilarse. Valga un ejemplo sangrante: el de los médicos de los hospitales públicos, arrojados por la fuerza a la jubilación.
Por otro lado, la jubilación en España es prácticamente igual al retiro definitivo, a la inactividad contemplativa. En efecto, sólo 117.000 personas de 65-69 años están hoy ocupadas y por encima de los 69 años sólo hay 34.000 personas activas, y no es de extrañar dadas las restricciones existentes. Veamos: desde 2013 es posible compatibilizar la pensión con el trabajo remunerado, pero a cambio de renunciar a la mitad de la pensión, pagar una cotización del 1,35% por Accidentes de Trabajo y Enfermedad Profesional y pagar también una cotización llamada de “solidaridad” del 8%. Para una pensión máxima estas “penalizaciones” suponen unos 22.000 euros anuales. Un coste disuasorio.
Todo ese afán “jubilador” se basa en una falacia amplia y repetidamente refutada según la cual “jubilar a los viejos crea empleo para los jóvenes”. Una afirmación más falsa que la existencia del éter o del flogisto.
Pues bien, aunque no se haya hablado de ello, la situación del electorado del 20-D (con una edad media de casi 51 años) será muy distinta de la de 1979. En 1979, había un 18% de votantes de 18 a 25 años y un 11% con 70 años o más. El 20 de diciembre el 9% de los votantes tendrá entre 18 y 25 años, y el 18% tendrá 70 años o más.
Visto lo anterior, ni se entienden esos cantos políticos a la “juventud primavera de la vida”, ni que los candidatos tengan en su mayoría edades muy inferiores a la media. Tampoco que algunos partidos nos amenacen con una nueva “renovación generacional”.