El programa «Ochéntame otra vez» de TVE nos devuelve la historia reconstruída de los fenómenos de los 80. Humoristas, cantantes, periodistas y curiosidades de todos aquellos que triunfaron y que eran un termómetro del gusto de la sociedad.
Muchos de ellos eran muy jóvenes y sin embargo, abrieron una estela. Mucho más transgresores y modernos que los chicos de ahora que apuestan sin remilgos por formar parte de series, películas o «movidas» diseñadas por otros porque el público solo quiere consumir éxitos con denominación de origen.
Falta atrevimiento en el humor, en el mundo de la música y en el mundo el arte en general. La transgresión de los 80 (animo a quien vea estos documentales de TVE a revisionar a todas las figuras emergentes que ahora pintan canas) era real y no pretendida. Dejando aparte el canto nostálgico de esta emisión («que bien nos iba a algunos entonces» parecen decir), podían tener ilusión porque el milagro se producía. Podías llevar años tocando en un garito colgado de Malasaña y de repente, alguien se acercaba a verle una noche y terminaban en un programa de la tele pública. Y lo mismo digo de humoristas como «Las Virtudes», «Faemino y Cansado», «Martes y Trece». O grupos canallas como «Toreros muertos» o «Un pingüino en mi ascensor» por poner ejemplos al azar.
¿Cual era el resultado? Productos más genuinos. Nacían más auténticos y con personalidad. Todos explican cómo creaban su propio espectáculo y apostaban por ello, saboreando ese público cómplice. Consiguiendo crear parroquia hasta que venía el agente que simbolizaba el pasaporte a la fama.
Hoy en día, la maquinaria de producir éxitos tiene otros mecanismos. Yo te diseño, tu obedeces. Expulsa a los espontáneos que se cuelan por la puerta de atrás, los no programados para la gloria. Porque hay una especie de «cupo virtual» que conviene controlar. Una cantante del extinto «Operación Triunfo» se lamentaba de que no tenía apoyos en su carrera en solitario porque las emisoras habían establecido un tope de ex concursantes para difundir sus temas.
Y un ejemplo de falta de espontaneidad en el mercado, de falta de reflejos de los medios y «famas programadas» por encima del talento es el curioso caso de Óskar María Ramos. Me atrevo a decir que es el único artista plástico que tiene en estos momentos tres exposiciones en Madrid con sus óleos, fotografías y video arte. Para aquellas mentes inquietas, les remito a la Swinton Gallery, la galería Atalante y el centro de vanguardia La Neomudéjar.
Se forjó como cineasta underground y sacó adelante y estrenó en cine dos películas independientes (sin el maná público). Con el encanto del proceso artesanal y con buena taquilla. Pero ese factor no impidió que una productora pusiera dinero para estrenar en la misma sala e hiciese «saltar» la película de Ramos antes de tiempo. La prensa tampoco entendió la gesta. Sus películas fueron criticadas por la falta de sentido de la subversión y la falta de referentes de los periodistas júniors. Eran surrealistas y con guiños a Jess Franco. Cine de autor con un universo sugerente y que planteaba un juego al espectador. Un espectador joven que ya no entiende el proceso de «degustar» un sabor nuevo en el cine o la pintura, si no que acude a comer el menú que ya conoce y se desmotiva si no lo identifica. Hoy en día se hacen productos más que creaciones. Solo les tranquiliza la repetición como modelo (humoristas del Club de la Comedia o series previsibles).
La singularidad queda arrinconada; todo está muy estratificado: Como debe ser el humor, como debe ser el cine, como son los cánones estéticos. Vivimos en tiempo no apto para la experimentación. Óskar María Ramos ha roto esa tendencia pero son pocos los medios que le hacen caso. Tenemos al Warhol español y «la maquinaria» ha decidido ignorarle. Veremos por cuanto tiempo. Si deciden darle el «empujón» a la primera línea, esa maquinaria ya explicará al público más joven cómo tienen que digerir un plato exótico. Ramos es un creador que parece surgido de los 80, en una especie de «Delorean» que devuelve el sentido lúdico a la vida. Un espíritu burlón que se ha perdido el día que todos quisieron ser estrellas.