El recientemente fallecido juez del Tribunal Supremo Antonin Scalia (para conocer más datos de su extraordinaria trayectoria podéis leer el magnífico artículo Scalia (1936-2016) de Pablo Rodríguez Suanzes) era un ferviente católico y padre de nueve hijos que defendió, muy a su pesar, la quema de banderas en su país. Consideraba que estaba claramente protegida por la Primera Enmienda de su Constitución.
Como periodista y como ciudadano, creo en la libertad de expresión tal y como la protege la nuestra. Debe ser garantizada por las instituciones y su ejercicio no debe ser penalizado casi nunca. Intentaría evitarlo siempre salvo incumplimientos flagrantes claramente especificados por la Carta Magna.
Sin embargo, nos encontramos en un momento crítico. Los cambios políticos nos han llevado a una hipersensibilización peliaguda. Si la primera transición fue la del paso de la represión a la libertad, esta segunda parece estar llevándonos a una fase inédita: la evolución hacia un reinado de cautela extrema y corrección política más propia de países anglosajones que de la tradición española.
En este mismo periódico he calificado de imbéciles a los titiriteros encarcelados durante el pasado Carnaval. No me caen bien, es un hecho. Pero en el mismo artículo también expresaba mi confianza en que fueran excarcelados. Me pareció considerablemente más grave que la alcaldesa de Madrid dijese en voz alta que ETA era «un movimiento político» que no una representación ridícula que me parece más propia de una casa okupa que de un evento pagado con nuestros impuestos.
El humor y la sátira son imprescindibles en cualquier democracia. Nunca me gustó Charlie Hebdo, pero me sentí parte de su redacción aquel funesto día. Ya no compro El Jueves, pero no dejé de hacerlo porque me ofendiese: Dejé de hacerlo cuando su casa editora, RBA, traicionó su espíritu burlón y forzó la dimisión de muchos de sus mejores dibujantes.
Incluso hoy, los autores que quedan intentan mantener el espíritu de la revista como buenamente pueden en un entorno hostil para el humor. Uno de ellos, Julio Serrano, acaba de ser denunciado por la comunidad judía en Madrid por unas viñetas que ésta considera «absolutamente inaceptables» y por embarcarse en «ataques antisemitas e injurias contra el pueblo judío». «Podrías haberlo sacado del Der Stürmer nazi y nadie notaría la diferencia», señaló al Jerusalem Post David Hatchwell, jefe de la comunidad, presidente del grupo Excem y hombre de confianza de Sheldon Adelson en Madrid.
Llevaba ya algún tiempo preguntándome cuándo empezaría a recibir demandas Serrano. Su serie DesHechos Históricos es de las más políticamente incorrectas de la publicación, y la visión que plasma de la relación del Estado de Israel con los palestinos está bien documentada pero es claramente parcial. Porque es difícil burlarse de algo si no te pones en la acera de enfrente. Lo mejor que puedo decir de Serrano, y su mejor defensa, es que en sus viñetas ha atacado sistemáticamente a personajes históricos de todos los credos y con la misma saña. ¿No te gusta la revista? No la compres.
El caso Strawberry
Durante mis tiempos universitarios escuché casi todos los discos de Def Con Dos, un grupo alternativo y salvaje que protagonizó las primeras aventuras cinematográficas de Alex de la Iglesia. Varios de sus temas, como Ultramemia, Agrupación de mujeres violentas, Yo quemé el liceo o Trabajando para Dios eran muy divertidos de escuchar. Un hip hop que fue evolucionado hacia el rap metal y que era profundamente incorrecto. Como debe serlo este género. Es difícil argumentar que Def Con Dos haya escrito ninguna canción más incorrecta que las de Eminem.
Hoy, César Strawberry, uno de sus componentes, vuelve a sentarse en el banquillo por la insistencia del fiscal Carlos Bautista, por un delito de enaltecimiento y humillación a las víctimas, a pesar de que el juez José de la Mata no había visto indicios de delito, y que algunas de las víctimas supuestamente humilladas no se muestran partidarias de esta criminalización.
¿El problema? Que el delito de enaltecimiento, introducido en 2000 con el apoyo de las dos principales fuerzas políticas, es muy confuso. A diferencia del de apología, que pasa por la provocación directa a desarrollar actividades terroristas, el de enaltecimiento, recogido en el artículo 578 y reforzado en la última reforma del código penal del año pasado, es mucho más vago.
Cualquier opinión difundida en Internet que pueda sonar vagamente favorable a los intereses de los violentos es susceptible de ser encausada de oficio o por parte de acusaciones populares. Paradójicamente, debido al auge de las redes sociales en los últimos años se está viendo un aumento de los juicios y de las condenas por enaltecimiento precisamente cuando la banda terrorista vive sus horas más bajas. Lo que, de seguir así, probablemente nos lleve a recibir en el futuro algún varapalo del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. ¿Un dato curioso? En la entrada de Wikipedia sobre libertad de expresión el principal problema que se le pone a España es, precisamente, el artículo 578.
A la espera de que un cambio de Gobierno y la consolidación del final de la banda terrorista ETA lleve a un relajamiento en la necesidad de mantener en el ordenamiento y hacer cumplir leyes de excepción, creo que el criterio de la Fiscalía tendría que tener en cuenta el llamado Efecto Streisand: Cada intento de encausar de oficio al autor de un tuit por el artículo 578 va a provocar, salvo que estemos hablando de alguien identificado de forma clara con la banda armada, la repetición ad nauseam del mismo y numerosos llamamientos en defensa de la libertad de expresión.
Incluso quienes consideran muy insensibles las acciones de Rita Maestre que la han llevado al banquillo, tienen que plantearse si tiene sentido seguir ofendidos por algo que el propio arzobispo de Madrid, Carlos Osoro, ha disculpado públicamente tras recibir una disculpa de la portavoz del Gobierno municipal madrileño. Algo que honra mucho a ambas partes, por cierto. Especialmente al arzobispo, que nos ha recordado a quienes fuimos educados en la fe cristiana que uno de sus pilares fundamentales es el perdón.
¿Y sobre la poesía de Dolors Miquel leída durante los premios Ciudad de Barcelona? Aquí está el verdadero origen del titular de esta opinión.
Hemos llegado a un punto peculiar en el que, sabedores todos como somos de que los ánimos están caldeados, no falta quien aprovecha cualquier ocasión para sacar el pie del tiesto y provocar por provocar. Cada vez que me pregunto a qué se deben estas salidas de tono, me respondo a mí mismo: vivimos en un momento peculiar de extremos y la provocación garantiza respuestas infinitas y ruido de sables mediático. Nunca antes escuché el nombre Dolors Miquel, y nunca lo hubiese escrito sin la polémica que ha suscitado. Y con su oportunismo marrullero a deshoras hace un flaco favor a nuestras libertades.
¿A qué se debe?
Por un lado, nos encontramos que hoy en día a muchos les compensa buscar la provocación por la provocación. Saben que cualquier postura extrema te va a granjear la afección de unos y el desprecio de los otros. Y más en un momento en el que los ejes (tanto el nuevo-viejo como el izquierda-derecha) parecen más alejados que nunca.
Pero es que, al mismo tiempo, las redes están haciendo que la provocación pueda incluso ser asincrónica. Nuestros perfiles en redes sociales recopilan no sólo nuestras opiniones actuales, sino todas las que hemos manifestado a lo largo de nuestras vidas, de manera que estamos viendo sentarse en el banquillo a gente que ocupa cargos no por lo que piensan hoy, sino por lo que pensaron años atrás. Si yo hubiera tenido Twitter con 20 años y un fiscal me tuviese manía probablemente también encontraría algún modo de encausarme.
Tensiones opuestas que hacen que los provocadores tengan cada vez un canal más amplio y los conservadores, cada vez más cautela. Un mundo en el que los cautos vamos a educar a nuestros hijos en la idea de que cada línea que escriban, cada tuit que retuiteen, podrá ser utilizado en su contra. Que cuiden muy mucho de que su evolución ideológica personal se quede entre ellos y su círculo de confianza.
Echar sólo la culpa a las fuerzas de la represión es absurdo. Parte también la tienen aquellos que, por interés personal, fuerzan los límites de lo que nos permitimos sólo para ganarse unos titulares.
Mi única esperanza es que, con el tiempo, terminemos autorregulando estas situaciones y que retorne el sentido común. Que todo el mundo termine entendiendo que nuestras opiniones prescriben y que todos hemos dicho, alguna vez, una estupidez. Yo el primero. Que unos y otros dejemos de rebuscar en la basura de nuestras ideas ya caducadas y nos centremos en seguir teniendo otras nuevas y mejores.