Las grandes revoluciones que cambian el mundo siempre nacen en lugares impensables, inverosímiles, sin pompas ni faustos. No lo hacen en un despacho, en un palacio presidencial o en una catedral, ni siquiera en las cárceles, como bien dijo Reinaldo Arenas, “aunque es ahí donde se engendran”. Las revoluciones nacen en un puente, en una avenida o en un autobús y, en palabras del escritor mexicano Carlos Fuentes, “las hacen los hombres de carne y hueso, y no los santos”.
El 1 de diciembre de 1955, una joven negra de 45 años llamada Rosa Parks, subió a un autobús que le llevaría a su casa después de un día de trabajo como secretaria en la Asociación Nacional para el Avance del Pueblo de Color. En aquella época donde la segregación era norma legal y casi religión, la ley obligaba a los negros a ocupar la parte trasera de los autobuses mientras la delantera estaba destinada para los blancos. Una línea gruesa pintada en el suelo delimitaba el lugar de cada uno, no solo en el autobús, sino en la sociedad, en el mundo.
Pero ese día Rosa Parks no podía más con su cuerpo, y ocupó un asiento vacío hacia la mitad del vehículo. Al subir un hombre blanco, el conductor del autobús le dijo a Rosa que se cambiara de asiento pero ella se negó. Era la ley y se estaba atreviendo a desobedecerla. Todo un crimen en la sociedad racista de Estados Unidos en la década de los 50′, especialmente en el sur del país, en estados como Alabama y en ciudades como Montgomery, donde Rosa Parks nació y vivió. La ley, la Constitución de los Estados Unidos, también decía que todos eran iguales, pero eso no interesaba airearlo, siempre se defiende la parte de la ley que interesa.
Rosa Parks se negó a levantarse de su asiento y fue arrestada por la policía y condenada a pagar 14 dólares de multa. Cuando le preguntaron por qué lo hizo, Rosa respondió: “Porque estaba harta de ceder. Cuanto más obedecía, peor nos trataban”.
Durante un año, y con el apoyo de Martin Luther King, se organizaron manifestaciones y protestas en los autobuses de Montgomery por la segregación racial. Los pasajeros negros boicotearon a la compañía de autobuses que vio como sus principales clientes se quedaban en tierra y sus ganancias disminuían a una velocidad suicida. La comunidad negra se negó a coger un autobús. Anduvieron kilómetros y kilómetros para protestar por algo injusto que había durado demasiado tiempo: “Mis pies cansados, pero mi alma está liberada”.
Pensaba Bertolt Brecht que “las revoluciones se producen en los callejones sin salida”. Rosa Parks estaba harta de ceder su sitio, su lugar, harta de que su persona, su cansancio y su vida valiera menos que la de cualquier blanco. Rosa no se levantó y eso hizo que se levantara la sociedad, la conciencia estadounidense y , un año después, la ley que aprobaba la discriminación racial en los transportes públicos de los Estados Unidos y que el gobierno se vio obligado a derogar.
Víctor Hugo decía que “una revolución es la larva de una civilización” , pero algunos siguen siendo animales en estado de desarrollo, en pañales en materia de revolución. Hace unos días, en un establecimiento de la cadena Starbucks en Arabia Saudí, en Riad, se vivió un episodio parecido, pero no apareció ninguna Rosa Parks.
Durante unos días se prohibió la entrada a las mujeres al romperse la pared del local que separaba a las mujeres de los hombres, y eso llevó a los responsables del establecimiento a colgar un cartel que decía: “No hay acceso para mujeres. Envíe a su conductor para ordenar su consumición”. Hubiese sido un buen momento porque las revoluciones tienen que nacer in situ y ser realizadas por los verdaderos protagonistas, que suelen ser las víctimas. Desde fuera se les puede animar, vitorear y apoyar, pero la distancia no es buena aliada para prender revoluciones. Lo máximo que se consiguió fue inundar las redes sociales con denuncias sobre el caso. Como gesto está bien, pero no fue suficiente. Decía Aristóteles que “las revoluciones no se hacen por menudencias pero nacen por menudencias”. Un café, hubiera sido una gran menudencia.
Esta semana hemos vivido una revolución similar en Madrid , en otro autobús, esta vez protagonizado por el actor y cantante Juan Manuel Montilla, El Langui. Cuando se disponía a subir a uno de los autobuses interurbanos con su silla de ruedas motorizada, el conductor le dijo que el vehículo no estaba habilitado para su silla. Podía haberse callado, haber esperado el siguiente o haber optado por otro medio de transporte, pero no lo hizo y decidió reivindicar su “derecho a viajar en autobús”. Lo hizo porque pudo y porque estaba harto de ceder, como Rosa Parks. Así que se plantó delante del autobús, lo bloqueó y no se conformó con hacerlo una vez, ya que lo hizo varias veces.
En Alabama, en Montgomery, la comunidad negra tardó 382 días en conseguir la igualdad en los medios de transporte, el poder viajar en el lugar del autobús donde quisiera y poder hacerlo sentado. El Langui lo ha logrado en unas días. En 24 horas logró 35.000 firmas de apoyo. Curioso, cerca de 35.000 también fueron las personas de la comunidad negra de Montgomery que boicotearon los autobuses de esa ciudad durante un año y consiguieron su objetivo.
Son épocas distintas, pero tampoco han cambiado tantas cosas. En 1999 el Congreso de los Estados Unidos le concedió a Ros Parks la Medalla de Oro del Congreso. El reconocimiento llegó tarde, como suelen hacerlo los autobuses. Llegó 44 años tarde, cuando Rosa tenía 85 años. Pero lo importante es que llegó y lo hizo 6 años antes de que falleciera. A El Langui el reconocimiento le ha venido en forma de agradecimiento de muchas personas con movilidad reducida que han visto como años de lucha se han resuelto en unas horas porque alguien levantó la voz ante un autobús que se negaba a llevarle por no estar acondicionado.
Rosa se negó a levantarse y El Langui se parapetó ante un autobús y levantó la voz. Ambos se levantaron permaneciendo sentados. La revolución sigue viajando en autobús.