Si conociéramos la cantidad de personas, intelectualmente solventes, que acude a las echadoras de cartas, que consulta con un Rappel antes de tomar una decisión económica o sentimental, que cree en los horóscopos y en los ovnis o que recurre con fe ciega a la llamada, benévolamente, medicina “alternativa”, nos quedaríamos de piedra.
Se diría que no hemos salido aún de la Edad Media. Somos, en verdad, una especie contradictoria. Crédula y, a la vez, desconfiada. ¿Alguien puede tomarse en serio que las enfermedades se pueden curar bebiéndose la propia orina? Pues muchísimas personas practican esa repugnante terapia. Se cuentan por millones los que creen a pie juntillas (nunca mejor dicho) en los efectos milagrosos de la “reflexología”, un curioso arte que pretende aliviar y sanar toda clase de enfermedades, simplemente frotando ciertos “puntos reflejos” de los pies.
Se sabe que Hillary Clinton asistió a la consulta de Jean Houston para mantener allí conversaciones imaginarias con Eleanor Roosevelt y el Mahatma Gandhi, aunque se negó a conversar con Jesucristo, alegando que ese diálogo era “demasiado personal”. Aunque la señora Clinton dejó claro que nunca pensó estar hablando con espíritus, lo cierto es que asistió a las sesiones en la clínica que Houston y su esposo, Robert Masters, tienen en Pomona, al lado de Nueva York. “Yo creo que el universo está lleno de inteligencia. Parte de ella está encarnada y parte desencarnada”, ha declarado Jean Houston, que en su juventud recorrió Texas predicando y “haciendo milagros, como curar a personas tartamudas”.
También el creador del psicoanálisis se creyó la patraña de su amigo Wilhem Fliess, médico como él, quien sostenía que los “análisis biorrítmicos” (inventados por él) estaban ligados a los números 23 y 29 y marcaban periodos imborrables en la vida de las mujeres (el 23) y de los hombres (el 29), pues, según él, sumando o restando múltiplos de ambos números se podía obtener cualquier otro número. A lo que se ve, Fliess ignoraba que esa propiedad, además del 23 y del 29, también la tiene cualquier par de números primos.
Que los astros y muy particularmente un satélite, la Luna, influyen ¡y de qué manera! en nuestros destinos es algo masivamente aceptado. Libros hay, publicados, además, por editoriales serias, en donde se sostiene que los días de luna llena son proclives al robo, al asesinato y a la conducción peligrosa. ¿Hay algo más irracional que creer, por ejemplo, que la posición de Saturno en el momento en que nuestra madre se puso de parto puede ser decisiva para nuestro carácter? Pues hay millones de personas en el ilustrado Occidente que lo creen y que a nadie se le ocurra reírse, pues lo considerarían un insulto.
En mi tierra de origen, Cantabria, se cree que el viento sur (caliente y seco) desata la locura y los bajos instintos. Hace pocos años, en un pueblo costero, dentro de la bahía de Santander, un hombre armado con una escopeta salió de su casa y, por una querella de lindes, asesinó a media docena de personas. Luego se dirigió al cementerio, se metió en un nicho vacío y se pegó un tiro en la cabeza. Al dar la noticia, el periódico santanderino Diario Montañés se creyó en la obligación de aclarar que “soplaba el viento sur”.
Sin duda, el alma humana, que se espanta e hipnotiza ante el misterio, necesita respuestas rápidas y milagrosas. He de reconocer que la simpleza de los fieles y las habilidades de los embusteros en su lucha contra la razón y contra la ciencia me han irritado desde muy joven. Una irritación, una irascibilidad que se han atemperado con los años, pero que siguen vivas, y más cuando uno se ve rodeado de gente más o menos formada, en quien el Estado se ha gastado buenos euros para hacerles pasar por la Universidad y, sin embargo, no tienen empacho en contarte que la víspera le leyeron las rayas de la mano.