Vivir consume recursos, en muchos casos no renovables. Todos necesitamos comer y vestirnos. También consumimos automóviles, aparatos electrónicos y otros bienes. En general la valoración que hacemos es económica.
A grandes rasgos se puede decir que algo que sea más caro implica que necesita más recursos puesto que el precio de un recurso mayoritariamente representa el gasto energético. No obstante, medir el impacto sobre el medio ambiente por el precio es muy burdo y encontraríamos muchísimas excepciones, por eso hace falta buscar otros parámetros que nos permitan valorarlo, y sobre todo, encontrar los fallos y los aspectos a mejorar.
En 1994 el investigador del Instituto Wuppertal, Friedrich Schmidt-Bleek acuñó el concepto de mochila ecológica, que sería la suma de materiales movilizados y transformados durante todo el ciclo de vida de un bien de consumo, desde su creación hasta su recuperación o eliminación como residuo. El problema es que lo de la suma de materiales, puede ser muy vago. Un concepto más preciso sería la huella de carbono, que es la totalidad de gases de efecto invernadero emitidos por efecto directo o indirecto de un individuo, organización, evento o producto. De hecho este concepto ha calado y en muchos billetes de medios de transporte ya se calcula las emisiones que representa tu viaje. A nivel de producción de alimentos la huella de carbono penaliza principalmente el transporte a grandes distancias y el exceso de uso de fertilizantes sintéticos.
Sin embargo, identificar impacto ambiental solo con emisiones de efecto invernadero puede estar dejando de lado parámetros importantes. Por eso, en el 2002 Arjen Hoekstra, de la Universidad de Twente (en Holanda) propone el concepto de huella hídrica, que sería: «El volumen total de agua dulce usado para producir los bienes y servicios producidos por una empresa, o consumidos por un individuo o comunidad». Tengamos en cuenta que el acceso al agua potable es uno de los mayores factores limitantes para el desarrollo y uno de los indicadores más fiables de desigualdad y pobreza.
El cálculo es bastante complejo, ya que se tienen en cuenta varios factores. Pongamos el caso de la agricultura. Para empezar está la huella azul, que es el agua de riego que utilizas. Esto es fácil, simplemente es lo que marca el contador. Luego viene la huella verde, que es el agua de lluvia que utilizas. Podemos pensar que la lluvia es gratis y es un bien común, pero si tú tienes un campo, el agua que consume ese campo es agua que no llega a los acuíferos. Y luego viene el concepto más peliagudo, que es la huella gris, que representa el agua que contaminas. Si el agua que se filtra de tu campo tiene una concentración de nitritos superior a la legal, tienes que diluirlo (utilizando agua) para que entre dentro de la normativa.
Por poner un ejemplo. El agua que viertes al río tiene una concentracion de nitratos de 50 ppm por litro, y la normativa te marca que el máximo son 10 ppm. Eso implica que vas a contaminar 5 litros de agua por cada litro vertido. Esto es la huella gris. Con estas tres huellas se saca una cifra que son los litros de agua por kg de producto. Conocer este parámetro es muy útil a la hora de optimizar la producción y de encontrar los fallos del sistema y las oportunidades de mejora. En España empresas como Orcelis Fitocontrol o Aquafides son pioneras en el diseño de programas para el cálculo de la huella hidrica.
¿Y qué producción es más respetuosa? Pues al revés de lo esperado, cuando nos ponemos a hacer números nos llevamos sorpresas. Una de las críticas generales a la producción ecológica es que en su reglamento no recoge ninguno de estos tres parámetros (mochila ecológica, huella de carbono o huella hídrica) que serían mucho más relevantes. Y cuando se calculan, quedan muy mal. La huella de carbono de un campo ecológico por superficie puede ser menor por poner menos insumos (aunque todo sea dicho, muchas veces se calcula mal ya que no se imputan las veces que sale el tractor para repetir tratamientos que son poco efectivos), pero al calcularla por Kg de producto, la baja producción dispara la huella de carbono y la huella hídrica. Queda claro, que números en mano, la producción convencional es más respetuosa con el medio ambiente que la ecológica. El buen rollo no salvará el planeta, la eficiencia en la producción sí.