Decía Napoleón Bonaparte que “ de lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso” . Otro francés, el escritor Nicolas Sebastien Roch, que solía firmar con el pseudónimo Nicolás Chamfort, creía que “ nadie imagina cuanto ingenio se requiere para no parecer nunca ridículo” . Todo el miedo al ridículo que parecen tener los franceses, a los españoles les falta. Es más, ni lo huelen. Estas últimas semanas , lo sublime ni lo hemos olido, pero de ridículo vamos sobrados.
No sé a quien se le ocurrió convertir el lugar donde reside nuestra representación ciudadana en un plató de televisión o en un circo de tres plazas. El esperpento mal escrito y peor resuelto llegó con un espejismo de beso en la boca que se dieron Pablo Iglesias y Xavier Domènech , portavoz de En Comú Podem, en el simulacro de sesión de investidura que vivimos hace unas horas. Un espectáculo mal representado que sin embargo encendió las redes y ocupó titulares.
Cuando en 1979, dos líderes comunistas como Erich Honecker, de Alemania Oriental, y Leónidas Breznev, de la Unión Soviética, decidieron darse un beso en la boca para conmemorar el 30 Aniversario de la República Democrática Alemana , fueron muchas las voces en Occidente que lo vieron ridículo y estrambóticamente polémico. No es que los comunistas se besaran en la boca, como se preguntó más de un periodista y comentarista de televisión en aquella época, es que en la estepa rusa rozaba la categoría de tradición aquel efusivo roce, especialmente, según cuentan las crónicas, desde que el sucesor de Stalin y predecesor del propio Breznev, Nikita Jruschov ,cogió las riendas de la Unión Soviética. El gesto dio para mucho, y la ingeniería de la burla no tardó en engrasarse hasta popularizar un chiste que se hizo muy popular en aquella época sobre un Breznev que observaba el avión donde viajaba un político extranjero al que acababa de despedir, mientras decía: “como político es horrible, pero hay que ver cómo besa”. En España, ni siquiera podemos consolarnos con que besen bien. Al menos el beso de los dos mandatarios comunistas sirvió para ser reproducido en el Muro de Berlín por el artista Dmitri Vrubel, bajo el título “Dios mío, ayúdame a sobrevivir a este amor mortal”
Últimamente los políticos andan obsesionados con los besos, con los propios y especialmente con los ajenos. Y ni eso saben hacer bien. Eso es que se besan poco, y desde luego, donde no deben. Que dos políticos se besen en la boca ni es perturbador, ni escandaliza, ni sorprende, ni ruboriza a nadie. La sociedad es más madura que aquellos que afirman representarla. Más bien, esa imagen resulta falsa, cansina, se antoja antigua, innecesaria y absurda. Si lo que quieren es dar que hablar, deberían saber que el mejor beso es el que nace fruto de la improvisación , y política e improvisación no suelen ir juntas en la misma frase. Si quieren empatar con un beso, háganlo bien, dejándose llevar, improvisando, que no se vean hasta la señales en el suelo que los directores suelen poner para que algunos actores no pierdan el sitio ni el tiro de cámara. Si quieren empatar con un beso, que besen, pero que besen bien, de verdad, con ganas, con decisión, con coraje, como si no hubiera un mañana, sintiéndose aislados de todo y de todos, sin preocuparse del mundo. Que hagan que nos lo creamos, como sucedió durante los disturbios de Vancouver en 2011 tras la final de la Stanley Cup, la Liga profesional de Hockey sobre hielo. Mientras la ciudad ardía, los antidisturbios cargaban contra los seguidores de los equipos, especialmente de los Canucks, los coches se incendiaban, los gases lacrimógenos ahumaban las calles y las casas corrían la misma suerte, el fotógrafo Rich Lam tomó una instantánea de dos jóvenes tumbados en el suelo, él sobre ella, como si nada sucediera a su alrededor. Todos pensaron que era un beso. Al final, resultó que el joven estaba auxiliando a su novia, herida durante los disturbios.
Nada es lo que parece, y en el amor y en la pasión, mucho menos. La imaginación engaña y tergiversa la realidad. La historia de la humanidad está repleta de besos que parecían y no eran. Ni siquiera el famoso beso de Times Square, del marine besando a la enfermera el 15 de agosto de 1945 al conocer el final de la Segunda Guerra Mundial, fue lo que parecía. Aquella pareja ni se conocía, ni se amaba ni se deseaba, pero al menos fue un beso improvisado, espontáneo, fruto de un momento de felicidad que el fotógrafo Alfred Eisenstadten supo captar. Había más verdad en ese beso que en otros impostados, prefabricados, simulados.
En todo caso, y sin dejar que la verdad nos estropee una buena noticia, como dirían los viejos de este oficio, el de Vancouver o el de Times Square sí serían un beso. Lo de Pablo Iglesias con Xavier Domènech no pasa de ser una performance mal ensayada y peor representada. Si no se puede superar o al menos igualar eso, mejor guardar el beso para la esfera privada, mucho más agradecida y esperemos que sincera. Con el beso ocurre como con el silencio: si no se puede mejorar lo que se está escuchando, mejor callarse. Llegados a este punto, vamos a tener que dar la razón a Ingrid Bergman, cuando definió el beso como “un truco encantado para dejar de hablar cuando las palabras se tornan superfluas”. Eso sí que es sublime, a años luz del ridículo.
Esto de los besos impostados es como el amor en los tiempos del cólera: huele, huele mucho y perdura en la memoria, aunque no siempre para bien. Como escribió Gabriel García Márquez, “resultaba inevitable : el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados”.
Para los que se muestran tan aficionados a besarse que recuerden a George Bernard Shaw: “No hay beso que no sea principio de despedida, incluso el de llegada”.
Los besos saben mejor cuando nadie los ve, excepto los propios interesados, alejados de miradas promocionadas y preparadas. Mucho mejor.