Adaptar a J.G. Ballard es una tarea a la que solo algunos aguerridos creadores pueden enfrentarse. David Cronenberg lo consiguió tanto oficial (en la monumental Crash ) como oficiosamente (sus primeros mediometrajes, Stereo y Crimes of the Future son muy ballardianos, como lo es también su largo de debut, Vinieron de dentro de… , que funciona como versión escorada al body horror de esta misma High-Rise ).
Pero no es sencillo: la narrativa fragmentada y subjetiva, las descripciones de puro vacío existencial, los experimentos narrativos propios de Ballard no casan demasiado bien con el audiovisual y sus exigencias. Wheatley, sin embargo, triunfa en su intento de adaptar al autor de La exhibición de atrocidades gracias a su relativa traición a la letra: con la regurgitación del durísimo mensaje de Ballard y la transformación de sus abstractos pasajes post-industriales en imágenes de alto poder simbólico. High-Rise (a la que a mí me gusta llamar Rascacielos, como la legendaria edición española de Minotauro de la novela) habla del horrorismo arquitectónico y de cómo, indefectiblemente, ese horrorismo empapa las almas de los habitantes de esas monstruosidades de hormigón.
Cualquiera que haya paseado por esas zonas desiertas de vida y sensibilidad que son los alrededores de un Ikea o un centro comercial que se alce como una isla de cemento (justamente: más ballardiano imposible) enmedio de una rotonda satánica o un cruce de autopistas, sabe cómo estos edificios apelan a lo peor de nosotros mismos. Así se siente, aunque no lo sabe, Robert Laing (Tom Hiddleston), un médico recién llegado al bloque de edificios donde se desarrolla la acción de la película. Conocerá a los martirizados habitantes de los pisos bajos, sin luz y pendientes de los caprichos de los habitantes de los pisos superiores, y también al arquitecto de la propia construcción donde viven (Jeremy Irons), instalado en un pequeño paraíso (¡con caballos!) en el piso 50. En un momento dado, una fiesta (qué hay más revolucionario y significativo que eso) hace estallar el caos, y Wheatley pasa más de media película recreándose justo en cómo lo que eran fríos escenarios de hormigón y civilización pasan a ser núcleos de barbarie y masacre.
Wheatley no adapta exactamente Rascacielos, que pasaba buena parte de su texto describiendo con todo detalle la muy simbólica distribución y funcionamiento del edificio. En el libro de Ballard, hasta el hecho de que hubiera ascensores con distintas velocidades resultaba significativo, y Wheatley, aunque establece una metáfora muy clara que relaciona las clases sociales del edificio y su choque con el capitalismo y sus sombras, está más interesado en mostrar la destrucción y el caos a donde estamos abocados por el mero hecho de convivir. Su High-Rise, como buen británico empapado de cultura pop que es, se acaba pareciendo más a la mítica Guerra de los Bloques de Juez Dredd, que tampoco está nada mal.
Al final, y siendo una espléndida adaptación de Ballard, lo es precisamente porque traiciona su modelo. Otra lección muy bien aprendida de Cronenbrerg, por cierto. Al fin y al cabo, para qué respetar la letra cuando se comparte un odio furibundo hacia la especie humana. Nada une más que eso.
High-Rise
Ben Wheatley
2015