Una de las moléculas malditas en los últimos años es el bisfenol A o BPA. Esta molécula forma parte de la composición de muchos productos plásticos y está considerada como un disruptor endocrino (aunque el término más correcto sería interruptor endocrino).
Esto implica que por la forma que tiene la molécula puede interaccionar con diferentes receptores hormonales y producir alteraciones en el metabolismo. Los efectos han sido caracterizados en su mayoría en experimentos in vitro, utilizando células en cultivo o con sistemas modelo como el pez cebra, por lo que hay un debate en la comunidad científica sobre si la concentración a la que estamos expuestos debida, por ejemplo, al plástico que envuelve los alimentos, es relevante o no lo es.
No olvidemos que la exposición que tenemos a estas sustancias es mucho menor que a las hormonas naturales y que además, son mucho menos efectivas que estas. Hoy por hoy no existen datos epidemiológicos sólidos que apunten a que estemos sufriendo algún tipo de trastorno debido al uso de plástico. Hay que tener en cuenta que por definición, un disruptor endocrino es una molécula sintética, pero existen moléculas naturales, como los fitoestrógenos que pueden producir efectos similares y sobre esto sí que tenemos datos sólidos. Hay estudios que indican que puede ser desaconsejable una dieta rica en soja para niños debido a la presencia de estas moléculas.
No obstante ahora la moda en Europa es que las decisiones sobre temas científicos se toman en base a opiniones políticas. Muchos países están aprobando leyes contra el BPA, llegándose al extremo de Francia que lo ha prohibido para uso alimentario. Gracias a toda la información alarmista que circula, la etiqueta “BPA Free”, o “libre de bisfenol A” ha ganado atractivo comercial de la misma forma que un cosmético que ponga “sin parabenos” o un alimento que ponga “sin transgénicos” parece mejor.
Lo malo que las decisiones sobre temas importantes se tomen en base a criterios de imagen, o directamente por populismo es que siempre nos quedamos a medias. Las etiquetas que advierten que el plástico no lleva BPA tranquilizan la conciencia, pero ¿alguien se ha preocupado por el sustituto? Normalmente las alternativas al BPA son moléculas parecidas como el BPS o el BPF. Y como era de esperar, cada vez hay más estudios que apuntan a que sus efectos in vitro sobre el sistema endocrino son similares al BPA, como alertaba un reciente artículo en la revista ‘The Scientist’. Por lo tanto, estamos haciendo un mal negocio. Nos gastamos una millonada en sustituir un producto por otro. El nuevo producto puede ser más caro y menos efectivo y cuando se hacen los estudios resulta que puede presentar los mismos problemas que la molécula original. Pero los lobbies y los políticos que han presionado para eliminar el BPA satisfechos porque han conseguido su objetivo, y les da bastante igual si el problema era real, y en caso de serlo, si realmente se ha solucionado. Sinceramente, en toxicología el problema no es el qué, sino el cuánto. Yo sigo pensando que el nivel de exposición al BPA, comparado con nuestras hormonas naturales y las que ingerimos en la alimentación por comer determinadas plantas es ínfimo, así que prefiero dedicar el tiempo y el esfuerzo a problemas y preocupaciones reales.
Ninguna novedad, desgraciadamente. Lo mismo ocurrió con la sustitución del PVC por el PET.