De repente, un acorde por todos conocido rompe el cielo de Madrid. Con él comienzan ‘A hard day’s night’ y casi tres horas de concierto de Paul McCartney. Todo un acontecimiento, por la envergadura y la escasa prodigalidad del ponente. La última vez en que el beatle estuvo en Madrid, por no haber, no había ni crisis. Como el cometa Halley, el mejor músico muerto (ya se sabe que murió según la leyenda en 1966) de todos los músicos vivos visita este país cuando lo impone una ancha y misteriosa órbita. Cada generación ha tenido su ocasión de ver a McCartney, pero anoche estaban todas las generaciones juntas, dispuestas a vibrar como lo hizo este primer acorde de una canción tan apropiada para las gradas del Calderón.
Al poco y tras interpertar al bajo ‘Save us’, McCartney proclamó: “Buenas noches, Madrid. Buenas noches, España. ¿Qué pasa, troncos?”, y luego accionó, por usar un término mecánico, ‘Can’t buy me love’ y la electrónica ‘Temporary Secretary’, rescatada de su repertorio tras saber de su éxito en clubes londinenses. A continuación, interpretó a la guitarra eléctrica temas como ‘Let it roll it’ o el monumental intercambio vocal de ‘I’ve got a feeling’. A esas alturas, el sonido ya era excepcional, y la noche ni te cuento.
Anoche había jóvenes, mayores y también jóvenes con mayores en conjunción generacional, esto es, padres con hijos entrelazados por una sensibilidad parecida. La idea era avistar al cometa Halley de la música contemporánea a su paso por Madrid y también despedirse de él, porque no es seguro que se le vuelva a ver. Para completar el sentido trágico de la cita, la organización había dejado sobre los asientos una tarjeta con el eslogan “Yo estuve/McCartney”. Estuve en el concierto, se da por entendido. Sonaba casi a propuesta de epitafio para las 40.000 personas del público que quisiesen hacer uso de él. “Yo vi a un beatle”, podremos esculpir sobre nuestra lápida, lo que, pese a resultar excesivo desde la observancia contemporánea, quizá no lo sea tanto dentro de doscientos años. ¿Acaso no imprime respeto una lápida con el epitafio “Yo vi a Mozart”?
Es de sospechar que McCartney conoce este sentimiento, consistente en el deseo de no perder la ocasión de despedirse de él a lo grande. “Let’s make history”, dicen los anuncios de sus conciertos. Sin embargo, esto no es motivo para darse a la nostalgia. Sorprende la energía de alguien de su edad, a quien deberíamos estar cediendo el asiento en el metro y ayudando a cruzar la calle del brazo. De todos los presentes, quizá él fuese el más longevo. Cuando él nació, nosotros estábamos muertos. Y de todos los que nacieron antes que él, nadie iría a un concierto suyo ni muerto, si es que sigue vivo. Cómo es posible que el más anciano del estadio no dejase durante tres horas de dar brincos y antológicos aullidos de rockero, de comportarse como el tipo resuelto y hondamente musical que ha sido siempre. ¿No estamos ante una asombrosa ceremonia, de carácter casi antropológico?
Sentado en el piano, McCartney dedicó a su mujer Nancy ‘My Valentine’, repasó ‘The Wings’ e hizo temblar los graderíos de emoción con ‘Here, there and everywhere’. Luego cayeron ‘Maybe I’m amazed’ y, una vez enfundada la guitarra acústica, ‘We can work it out’, la canción con la que el beatle demostró que, aparte de ser el más melódico y creativo de los cuatro, es también como Lennon un contumaz pacifista, pero pacifista doméstico, de los que quieren llevarse bien con el vecino y obligan a sus hijos a dar la mano tras una competición deportiva.
En una de esas, explicó al público que él compone una canción a partir de una melodía, una idea o un riff. Para asombro del público, tocó uno de ellos con la guitarra y, como quien desvela un secreto, comenzó a cantar sobre él ‘You won’t see me’, del Rubber Soul. Una pequeña clase magistral. Luego, continuó con ‘Love me do’, ‘And I love her’, ‘Blackbird’ y su homenaje a Lennon, ‘Here Today’.
Al público le dio por corear ‘Give peace a chance’, y él y sus músicos completaron la canción con tanta soltura que parecía que la tuvieran preparada para más adelante. Cómo se explican si no las proyecciones ad hoc sobre el escenario. Y después, tras temas más actuales y algo irrelevantes como ‘Queenie eye’ o ‘New’, dio paso al ese repertorio al que un consejero delegado del Ibex llamaría ‘core business’. Lo hizo de menos a más: ‘The fool on the hill’, ‘Lady Madonna’, ‘Eleanor Rigby’, ‘Something’ (armado de ukelele, abismal homenaje a George Harrison), ‘Obladi oblada’ (esto sonó a fiesta a patronal, pero es que McCartney es el patrón de la música moderna), ‘Band on the run’ y ‘Back in the USSR’.
En este punto, el rockero contó una anécdota. Cuando tocó en Moscú, en la Plaza Roja en plena era soviética, un miembro del politburó se le acercó entre bambalinas para decirle que había aprendido inglés con sus canciones. Entonces McCartney pensó: pues poco sabrás de inglés si aprendiste con ‘Hello Goodbye’. El público del Calderón, el amplio porcentaje que cogió el chiste y se rió, también ha aprendido inglés con sus canciones.
Y por fin llegó el momento en que nuestro beatle empezó a levantar una por una varias copas de Europa, las copas de Europa de la champion league del pop canónico, se entiende. Primero fue ‘Let it be’, y luego un ‘Live and die’ que dejó boquiabiertos a los asistentes: un derroche en lo musical y en la pirotecnia, en sentido literal, porque hubo dosis de fuegos artificiales. Posteriormente, llegaron ‘Hey Jude’, ‘Yesterday’ o ‘Birthday’.
Poco antes del final, sacó al escenario a una pareja de novios que durante el concierto había lucido pancartas en las que reclamaba ocupar tan reseñado lugar para declararse en matrimonio. McCartney les pregunto: “are you engagement?”, o algo así, y ellos no entendieron. Luego el chico, con desparpajo y notable ausencia del sentido del ridículo, se puso de rodillas y le preguntó a ella: “¿Quieres casarte conmigo?”. Y ella, que estaba hecho un lío, respondió: “Yes, I do”. El público coreó “que se besen”, y en eso quedó la cosa.
McCartney remató el concierto de la mejor manera, con el ‘Golden Slumber-Carry that Weight-The End’ que cierra el último disco publicado de los Beatles y que acaba con una maravillosa frase, epílogo perfecto para el grupo de rock más influyente de todos los tiempos: “And in the end, the love you take is equal to the love you make”. Una gran verdad. Pues eso, todo esto sucedió anoche en el Calderón. Piénselo bien los aficionados atléticos, si es que además son personas y seres trascendentes. ¿Qué es mejor, una champion league o un concierto de McCartney en su estadio? Yo lo tengo clarísimo. Las ruinas de este edificio, condenado al derribo, atesorarán la vibración deuna hinchada fiel y un genio de la música.