Acaban de publicarse en los últimos días no uno, sino dos artículos titulados ‘La falacia de los nativos digitales’. En uno de ellos queda claro que los jóvenes europeos no tienen los conocimientos avanzados de tecnología que les presuponemos. En el otro, para el blog ThinkBig de Telefónica, se habla de la distinción entre nativos digitales, competentes digitales y sabios digitales. Nuestros jóvenes sólo serían lo primero.
Pues bien, como complemento a ambas visiones, una reflexión sencilla por parte de un varón de casi 39 años que difícilmente podría encajar en la clasificación de «nativo digital».
El concepto de nativo digital surge de un artículo publicado por Marc Prensky en 2001, si bien el término comenzó de verdad a popularizarse a partir de 2007. Y creo que hay una razón subyacente para eso.
Cualquier padre del siglo XXI ha sido testigo de un hecho sorprendente: El enorme grado de comprensión de los niños, desde que son bebés, de las nuevas tecnologías. Una anécdota que cuento a menudo: La primera vez que supe con certeza que RIM estaba condenada a la irrelevancia. Mi sobrino de tres años cogió una de las Blackberry más populares de aquellos tiempos, que además estaban teniendo mucho éxito entre los jóvenes. Muy ilusionado, intentó intentó mover los menús en la pantalla con los dedos, nos devolvió el aparato y sentenció: «Etá roto». Si hubiese tenido acciones de la canadiense las habría vendido aquel mismo día.
Sin embargo, muchas veces no nos damos cuenta de que no se trata de que el bebé tenga una sorprendente comprensión de la tecnología, sino de que los fabricantes, especialmente a partir del lanzamiento del iPhone por parte de Apple, han diseñado la tecnología para imbéciles.
Ojo, que creo que ésa precisamente es la forma adecuada de diseñar productos para el consumidor. Hazlos accesibles de inicio y permite que la complejidad vaya surgiendo. El hecho de que la Xbox One de Microsoft se pueda utilizar desde este mismo año como kit de desarrollo para juegos es una prueba magnífica de un producto sencillo capaz de convertirse en una herramienta compleja.
Pero recordemos que los bebés no tienen prejuicios porque no han tenido que lidiar con las mismas tecnologías que el resto. No tienen ‘legacy’ mental del mismo modo que una start-up no compra servidores BB. Los bebés tampoco ven nada de raro en dos hombres que se besan o en un dron. No les asombran las mismas cosas que a nosotros porque para ellos lo revolucionario es lo normal.
Mi primera consola de videojuegos fue la Atari de madera de mi tío Ángel. Era muy sencilla de manejar, del mismo modo que las recreativas de los bares. Pero eran un juguete terriblemente simple. Cuando quise algo más avanzado tuve que cargar los juegos con cintas magnéticas en mi Spectrum de 48K. Me gustaría ver a un adolescente intentando cargar el Army Moves. Ya no jugar: Conseguir que funcione.
Son muy populares los vídeos de «adolescentes reaccionando a cosas de viejos» en Youtube, pero la única diferencia con nuestras propias vivencias es que existe Youtube para colgarlos. Si a los catorce años me hubiesen puesto una rueca delante, habría puesto la misma cara de idiota.
Estáis leyendo a alguien que aprendió a escribir a máquina con una vieja Olivetti. Es imposible que ningún niñato con swype me supere en pulsaciones por minuto. Acabo de comprobarlo en una web que te mide la velocidad y todavía soy capaz de hacer 488 pulsaciones. No me extraña que los chavales hagan vídeos como locos, se sienten incapaces de competir conmigo escribiendo…
Bromas aparte, quienes vivieran el mundo de la programación en los años 70 y 80, cuando básicamente todo estaba por inventarse, saben que la complejidad era parte de sus vidas. Hoy un desarrollador tiene la cosas infinitamente más fáciles para lanzar cualquier cosa porque la creación de programas se parece más a un kit de Lego con el que se puede jugar. Siguiendo con la metáfora, hace unos años tenían que ir al árbol, sacar la resina, moldearla, secarla, limar las imperfecciones y pintarlas a mano.
Desde los 70, y después con el auge de los PC clónicos, los chavales tenían que construirse sus propios ordenadores y hacerlos funcionar. Hablamos de una época en la que en lugar de preguntarse los jóvenes por las nuevas mejoras en Android, los fabricantes pugnaban por crear, y robarse los unos a los otros, un sistema operativo.
Mis hijos van a ser mejores programadores no porque tengan el cerebro diferente. Van a ser mejores ingenieros, artistas, animadores, músicos, médicos, abogados o lo que quieran ser porque tendrán mejores herramientas y se sostendrán sobre los hombros de los gigantes del código que estos últimos años han construido su futuro. Del mismo modo, hablarán mejor inglés porque tendrán más contenidos a su disposición y unos padres especialmente pesados que no les dejan escuchar doblajes.
¿Mis hijos son más listos que yo? Sin duda. Están sometidos a más estímulos, a unos padres comprometidos con su educación mucho más allá del grado de exigencia en las notas, a series de televisión y libros infantiles mucho mejores –y los de siempre siguen ahí, no lo olvidemos–, y a viajes y experiencias que nosotros no podíamos permitirnos.
Ya no es que el precio medio de la electrónica de consumo se haya desplomado en términos equivalentes, ajustada a inflación, es que si además añadimos el incremento en calidad y usos posibles de la tecnología, nuestros jóvenes tienen acceso a auténticos mundos de conocimiento y exploración.
Lo que no quiere decir, ni mucho menos, que los aprovechen. Da igual si son nativos, residentes o sabios digitales. Viven en el mundo de las oportunidades digitales y han nacido en el momento adecuado. Que sepan aprovechar estas oportunidades o no sólo depende de ellos. En el mejor de los casos, alguno creará un unicornio español y revolucionará nuestro entorno. En el peor, se harán tronistas para enseñar palmito o competirán por entrar a la casa de Gran Hermano para que algún imbécil o alguna analfabeta funcional se les frote debajo de una sábana.
Sigan un camino o el otro serán de la misma «generación», sí, pero no se parecerán ni en el blanco de los ojos.
Como ha pasado siempre y como volverá a pasar.