La calle del Caire y la de la Mare de Déu del Carmel son dos pequeñas arterias del distrito barcelonés de Sarrià-Sant Gervasi que desembocan en la avenida República Argentina. La primera tiene una pendiente con un aire a San Francisco y culmina en la singular Torre A.F., que recorta sobre el cielo una silueta entre modernista y de película de David Lynch. Mare de Déu del Carmel es en cambio plana y hasta hace poco la remataba el bar de uno de esos valientes que rebautizó su establecimiento como Barcelona 92.
En vísperas de unas elecciones municipales en Barcelona que el rodillo mediático y el intelectual colectivo plantean como trascendentales, las obras que desde hace semanas alteran la circulación de esas dos vías no son del todo triviales.
“Al rico polideportivo de fresa…”
Durante años, la comidilla en las tertulias familiares previas a la reválida del alcalde del PSC de turno era ver a cuántas inauguraciones invitaban a mi abuelo materno, extrabajador de la Fecsa y residente del distrito de Nou Barris. En ese caladero de voto socialista se repetía en efecto cada cuatro años un dispendio decadente en cintas, tijeras y baldosines conmemorativos, que accionaba como un resorte a una hueste de jubilados que votaban con disciplina y veneración a los Serra, Maragall, Clos y Hereu.
El predio familiar, en cambio, al lado de Caire y de Mare de Déu del Carmel, era un desierto de obra municipal. Su zona de adscripción, el Putxet, mantiene todavía una reputación de refugio de una bourgeoisie un poco asilvestrada, pero es más bien un destartalado entramado de calles que varios supermercados han borrado de su zona de reparto por impracticable.
Por eso, y por bien que es un detalle menor que pasará desapercibido para la mayoría, ver Mare de Déu del Carmel y Caire en obras hace que los vecinos del Putxet cavilemos sobre nuestro voto desde con una disposición diferente a la de anteriores citas con las urnas, y resume el sutil viraje geoestratégico de los cuatro años de Xavier Trias como primer alcalde no socialista de Barcelona desde la restauración de la democracia.
Barcelona: ¿territorio comanche o territorio smart?
Sin embargo, la inclinación natural del barcelonés a emitir un voto municipal dictado por el tanteo a ojo de las mejoras en su barrio choca en esta ocasión con un contexto inédito en la carrera por la alcaldía de la segunda mayor población del país.
En la cita electoral anterior, en 2011, votamos en una clave que fue el vivo reflejo de que vivíamos por encima de nuestras posibilidades: humillar al alcalde que optaba a la reelección, Jordi Hereu, por montar con frivolidad, boato y manirrotura un referéndum sobre cómo reorganizar la Avenida Diagonal en una ciudad duramente hostigada por la crisis. Hoy en cambio no hay un monotema que facilite la decisión sobre el sentido del voto, sino una serie de candidatos que recrean la polifonía dadá del Speakers’ Corner de Hyde Park en Londres.
Y es que, con matices, la lectura de los programas de los dos con más posibilidades de ganar la alcaldía –el convergente Xavier Trias, actual inquilino de la Plaça Sant Jaume, y Ada Colau, al frente de la coalición Barcelona en Comú– no confrontan dos visiones distintas de la ciudad de mañana, sino que discrepan profundamente sobre la ciudad en la que vivimos hoy y nos conminan a votar excitando pasiones muy diferentes.
Trias sólo se permite la excentricidad de decir que su Barcelona tendrá vocación de capital de un nuevo estado –un guiño a un Artur Mas que, por si acaso, ya la ha convertido en su banco–, pero su programa es puro dejà vu: generar actividad económica, mejorar los servicios, seguir tendiendo a la entelequia de la smart city… En definitiva, la papilla programática con la que el barcelonés estereotípico lleva relamiéndose desde que las Olimpiadas le sumieron en una hambruna insaciable de reconocimiento exterior.
Colau en cambio fía la vanguardia de su programa a luchar contra la precariedad, a evitar los desahucios y a asegurar los suministros de agua, luz y gas. Su subtexto es, por un lado, que Barcelona bordea la ruptura social o hasta la emergencia humanitaria; y, por otro, que blandir el cetro de alcaldesa cual varita mágica es suficiente para evitarlo, cuando el sentido común apunta a que muchas de esas batallas han de lucharse desde niveles administrativos que trascienden a la cosa municipal.
El resto de fuerzas políticas, por su parte, plantean esa misma polarización, y dejan inexplicablemente inhabitado el punto equidistante entre la sensibilidad hacia la desigualdad y la gestión corriente de una ciudad, que suele versar sobre cosas poco glamurosas, como unos centímetros más de acera aquí, una plaza allá o un alivio en un trámite administrativo acullá.
La vieja y la nueva política, en concubinato
Para colmo, a los barceloneses en estas elecciones se nos ha escatimado hasta el que será el dilema transcendental de muchos otros municipios: el de la necesidad o no de una profunda renovación política.
Podemos acude en coalición con Iniciativa per Catalunya Verds, un partido marcado no ya con el estigma de la vieja política sino con el de inhábil gestor municipal y de su pequeño cortijo durante el tripartito, y Ciudadanos presenta a una candidata que en 2010 todavía calentaba la bancada del PP en el Parlament.
Así que no hay voto de castigo posible a la partidocracia, sino un tótum revolútum en que el dilema es el antes referido: o quieres llenarle la nevera a una familia en riesgo de exclusión, o que al congreso de telefonía vengan todavía más guiris a quemar la Visa en lupanares y restaurantes con estrella Michelin.
En definitiva, la única certeza en Barcelona antes de dejar caer el voto en la urna es que pronto podrá transitarse con dignidad y holgura por las calles Caire y Mare de Déu del Carmel. El resto es un desconfort al que cuesta buscarle parangón en la historia de la propia ciudad o en la pugna consistorial del resto de localidades de nuestro querido país de vacas.
Imagen | Flickr – thecrypt