La afirmación originaria del nacionalismo puede escribirse así: “Los vascos, los catalanes, los croatas, los serbios, los flamencos, los valones, los corsos… no somos ni mejores ni peores ni superiores ni inferiores… somos distintos”.
Tal afirmación, paradójicamente, no intenta mostrar diferencia alguna, sino que pretende hacer de los habitantes de esos territorios un conjunto, tan homogéneo internamente como incomparable. Pero, ¿quiénes son los incomparables? La respuesta es bastante obvia. Se constituye en incomparable aquel conjunto de personas que lo desea. El nacionalismo, es decir, el posicionamiento político basado en la afirmación de pertenencia a una nación, no es cuestión que exprese un ser sino un querer pertenecer. Las referencias históricas, culturales, lingüísticas, religiosas… son elementos que encubren una querencia, no son piezas constituyentes de un ser. ¿Qué diferencia, cultural, lingüística, religiosa separa a los panameños de los costarricenses, a los argentinos de los uruguayos?
¿Existe una dimensión mínima para que un conjunto de individuos puedan considerarse una nación? La respuesta es no. En el fondo, la nación ideal, la asíntota del proceso separador, la diferencia esencial, está en el individuo. “Yo soy una nación” sería el grito asintótico del más indiscutible nacionalismo. Más allá de la caricatura, el riesgo de todo proyecto nacionalista es siempre la división, la partición, pues la “nación” pretende incluir en su seno a muchas gentes que no lo desean. Quien enfatiza la esencia (“somos distintos”) pretende creer y hacer creer en una perfecta homogeneidad interna. La homogeneidad de cualquier grupo humano, al ser inalcanzable, se convierte en el más débil eslabón de todo proyecto nacionalista.
A la Historia, como disciplina científica, le repugna el esencialismo nacionalista. La fuerza, la inatacable ciudadela del nacionalismo, no la construye una historia común, sino un sentimiento individual: el que reclama la persona de pertenecer a una colectividad que le permita una identificación colectiva, pues el individuo precisa de ciertas identidades colectivas, de coordenadas grupales para definirse a sí mismo, para existir como ser humano. La patria es, sin duda, una de ellas. Un sentimiento primario y potente. Al conjunto de procedimientos para la manipulación política de ese sentimiento, para imbuirlo y para dirigirlo contra “el enemigo exterior”, real o imaginado, se le conoce como nacionalismo. La discusión acerca de la pertinencia o no de esta declaración de principios nacionalistas es una pérdida de tiempo.
La Historia (la real, no la mítica) es todo menos un camino de rosas y no sirve para autoidentificarse, a no ser que uno sea masoquista o sádico, proclive a sentirse unido a las matanzas, hayan concluido éstas en derrotas o en victorias.
Pero, desgraciadamente, no es la Historia sino el mito lo que tiene adherencia, es decir, capacidad para la adhesión y los mitos no se discuten, a lo sumo, se interpretan. Dentro, no de la historia común, sino del mito “creído” en común, a menudo, no opera tanto la hazaña “propia” (lo positivo) sino el daño, el agravio sufrido (lo negativo). En otras palabras, lo que suele unir no es tanto la historia ni siquiera entendida míticamente, sino el enemigo histórico, el opresor. Difícilmente puede hablarse de un nacionalismo primario sin opresor. Es más, si lo que se reclama es un estado nuevo, difícilmente puede construirse tal demanda sin la existencia previa de un estado opresor. Que ello sea real o imaginario es casi irrelevante. La viabilidad del discurso nacionalista, su calado y capacidad de arrastre inicial, no dependen de la existencia constatada de la opresión, sino del terreno sicológico en que se siembra el mensaje “liberador”. Dada la querencia de todo ser humano a sentirse agraviado o preterido por los demás, la probabilidad de que el discurso “liberador” prenda y tome cuerpo suele ser alta. Ese camino conduce fácilmente a la demanda de una “fuerza liberadora”, itinerario que lleva frecuentemente a la violencia. La violencia, en modo cierto, no es sino la consecuencia radical de tomarse al pie de la letra el discurso de la opresión y siempre, en toda circunstancia, hay indicios, sospechas, interpretaciones, que permiten seguir instalado en la paranoia del oprimido. Y, en el fondo, la paranoia no es sino una manera enfermiza de darse importancia. El destrozo moral que provoca la violencia, su impulso malvado, es previo a las muertes que produce y radica en la renuncia al don de la palabra. Esa negación hace a la violencia incompatible con la democracia. Las muertes, los asesinatos, no son sino la consecuencia sangrienta de aquella renuncia previa a la palabra.
Ese neo-nacionalismo, trufado de “constitucionalismo”, que ha encontrado insólitos apoyos intelectuales, encierra, a mi juicio, riesgos ciertos para el entendimiento y la convivencia, pero también esconde un potente atractivo electoral. Un paisaje nada tranquilizador.
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