Como de costumbre, estaba dejando pasar las horas en mi despacho en semipenumbra. con la única compañía de mi veneno habitual y más melancolía que el final de Life is Strange. Tenía tantos clientes como Aramís Fuster en una fiesta de Neil Degrasse Tyson y más telarañas en el bolsillo que Tim Burton el día de su cumpleaños.
Entonces apareció ella. Lo primero en lo que me fijé fue en sus piernas. Eran tan largas que, en autovía, se las tenía que cambiar por las cortas. Me miró. Sus profundos ojos azules transmitían peligro. Me puso la misma cara con la que Eduardo Inda mira a Manuela Carmela en sus pesadillas y me dijo, con su voz aterciopelada: «¿Pero cuánto pagamos en esta casa de teléfono?».
La pregunta de mi mujer me dejó electrizado. No tenía una respuesta fácil, sólo vagas sospechas. Por una serie de motivos inconfesables, mi factura mensual era más compleja que una raíz cuadrada para Paquirrín. Con calculadora.
Cogí un tranchete, lo enrollé, y lo dejé en la comisura de mis labios mientras intentaba hacer memoria. «Lo que me pide usted no es fácil ni le va a resultar barato, señora», le dije. «Estoy en condiciones de ofrecer una ración de mis famosas albóndigas», repuso. Maldita sea, ella sí sabía cómo derretir el corazón de piedra de este duro detective.
Después de recuperar todas mis contraseñas y recorrer veinte kilómetros cuadrados de «áreas de cliente», descubrí que el montante de mi factura se dividía entre tres operadores diferentes.
Por un lado, tenía mi línea personal en Pepephone. El macarra del traje de lunares había sido un buen compinche. Era callado, duro, hacía su trabajo y no se metía en mis cosas. ¿Seguirá así ahora que el Austriaco ha comprado su garito?
La línea doméstica estaba con Ono. Había sido cliente suyo desde mis tiempos en el Bronxtoles, donde el calimotxo siempre estaba aguado y las mujeres siempre estaban con otro.
Mi mujer estaba con Vodafone desde que recibimos una oferta convergente. «Apúntate a Vodafone –me dijeron–, ¡verás mundo!» Cuando se produjo la adquisición de la cablera por parte de los rojos, nos hicieron un precio que no podíamos rechazar: un descuento del 30% en todas nuestras facturas de telecomunicaciones. Entre pitos y flautas, la cosa se quedaba en 75 euros/mes, incluyendo TiVo, más canales que los que miraba Ozymandías en Watchmen y banda ancha de 100 mbps.
El problema fue que, como la factura del fijo la tenemos en una cuenta bancaria que apenas consultamos, no nos dimos cuenta de que, en contra de lo que nos habían dicho inicialmente –nos prometieron que el descuento sería eterno, como el sueño–, estábamos pagando el precio completo de fijo –curiosamente, el descuento sí se aplicaba en el móvil–. ¿Conclusión? La banda del Chicharrón nos había metido casi 300 euros de sobrecoste en un año, con un pago mensual de 110€.
Decidido a resolver la situación y recortar el sablazo, cogí la gabardina, me puse el sombrero y llamé al teléfono de atención al cliente de Vodafone. La máquina tardó cerca de un cuarto de hora en ponerme con un humano. Lamentablemente, no era el tipo al que buscaba. Me hicieron llamar a otro número, esta vez el 22123. Esta vez fue rápido. Me preparé para dejar clara mi postura. Mi único objetivo era integrar todas mis facturas bajo un operador y quería saber qué precio podía tener si me pasaba a Vodafone One, la oferta integrada de la compañía.
Pasar a relatar lo que sucedió a continuación exigiría el talento para lo extraño de David Lynch, como poco. Pero haré lo que pueda. Imaginad una conversación similar a esto:
-Buenas, soy cliente de Ono y de Vodafone y querría unificar todas mis facturas en Vodafone One. Me quitaron sin decirme nada la promoción del 30% del fijo y ahora estoy pagando demasiado.
-No podemos hacer eso, está llamando a Vodafone y tiene que llamar a Ono.
-Esto… Ya, pero es que ya llamé a Ono y me dijeron que la nueva oferta comercial me la tenían que presentar ustedes.
-Sí, pero nosotros no podemos darle de baja de Ono, es otra compañía.
-Pero cuando llamé a Ono sonaba la musiquita de Vodafone al cogerlo.
-Sí, pero somos dos empresas distintas.
-Ya, y lo seguirán siendo por culpa del Ayuntamiento de Madrid. Ésa me la sé. Bueno, hágame una oferta convergente y llamaré a Ono para darme de baja después. ¿Se puede hacer así?
-Podría. Por favor, deme los datos de su casa para saber si tiene cobertura de fibra.
-Esto… ¿Cómo no voy a tener cobertura de fibra? ¿No le he dicho que estoy con Ono?
-Necesito los datos igualmente.
-Pero si ya los tiene. Le he dicho desde qué número estoy llamando y, como soy cliente, ya debería saber mi dirección y que tengo fibra.
-Si no me da su dirección no puedo saber si tiene fibra o no.
-¿Pero me estoy inventando la fibra que tengo en casa? Que tengo fibra y es suya…
-Si se pone así voy a tener que liberar la llamada…
-¿Liberar la llamada? ¡Que yo soy un cliente y la llamada no es Espartaco! Bueno, si necesita mis datos aquí los tiene –le doy mis datos.
-Efectivamente, tiene usted fibra.
-Qué sorpresa.
-El problema es que, desde aquí, no puedo hacerle una propuesta comercial. Puedo dar orden de que le llamen el lunes.
-Pues nada, hija, da orden.
Pero en todo esto hubo algo que me olía a chamusquina. Después de asegurarme de que no era el Galaxy Note 7, me dirigí a un local de Vodafone y pregunté a una dependienta humana.
Después de unos minutos explicándole mi situación, la cosa parecía ir por mal puerto. No tenía claro qué hacer conmigo. Sin embargo, apareció ella.
Simpática, paciente, inteligente… Mi ángel de La Vaguada. No era la mujer más bella del mundo, pero en aquel momento me lo pareció. Cogió a la dependienta que me había empezado a atender, le dio un par de consejos, le asesoró durante toda la transacción y, mágicamente, resolvió buena parte de mis problemas.
Frente a los 110 euros que estaba pagando religiosamente, pasé a abonar 92 lereles al mes. Eso sí, con más gigas de navegación.
-Pero recuerde que le llegará en dos facturas diferentes…
-¿Y de cuánto será cada una?
-Ni idea. Pero al final debería sumar, IVA incluido, lo que le he dicho. Es porque somos…
-Sí, sí, dos compañías. Muchas gracias.
Regresé a mi despacho con la satisfacción del deber cumplido y le pude decir a mi jefa que no se preocupase, que todo había quedado resuelto.
Estaba terminando de comer mi bien ganado plato de albóndigas cuando su susurrante voz me dijo al oído: «¿Por qué me dicen que no podemos dar de alta la promoción de seis meses gratuitos de Netflix?».
El trabajo del detective de las telecomunicaciones no termina nunca, pensé. Cogí otro tranchete para el camino y salí a la noche, dispuesto a enfrentarme con lo desconocido.
P.S. Me lo han preguntado algunos amigos. La imagen de portada es un fotomontaje compuesto en cinco minutos con el Galaxy Note 7 (el mejor teléfono del mundo para alguien como yo) y una combinación de aplicaciones: Adobe Sketchbook Pro, Snapseed y Prisma.