Hace diez años, Satoru Iwata decía lo siguiente: «En mi tarjeta de presentación, soy el presidente de una corporación. En mi mente, soy un desarrollador de juegos. Pero en mi corazón, soy un jugador». Es justo decir que Iwata fue tan importante para Nintendo como Steve Jobs lo fue para Apple. Y que en ambos casos fue por razones similares.
Satoru Iwata logró algo que está al alcance de muy pocos líderes empresariales, nadar en el mítico océano azul, ese territorio inexplorado en el que cada cliente es un nuevo cliente y el crecimiento se antoja ilimitado.
En su haber está haber lanzado dos de las consolas de videojuegos más populares de todos los tiempos, Nintendo DS y Wii, e integrar a los míticos personajes de la compañía en un ecosistema cerrado y muy rentable, contando siempre con Shigeru Miyamoto, el creador de mucho de sus personajes..
Desde hace años, Nintendo dejó de ser un rival de Xbox o de PlayStation. Pasó a ser otra cosa. Sus productos tenían gráficos inferiores, pero eso no le importaba nada a quienes jugaban con ellos. Bajo la batuta de Iwata, la compañía intentó ganar para el mundo de los videojuegos a gente que jamás había jugado. Ya fuera con los Brain Training de la DS, ya con el mando-varita de la Wii o el mando-tableta de Wii-U. Los gráficos y el procesador no importaban, la experiencia lo era todo. ¿Amparo Baró o David Bustamante promocionando juegos? Ahí estaba la magia.
Iwata sólo fue el cuarto presidente de una multinacional que sólo ha tenido cuatro, y que empezó comercializando naipes. También fue el primero que no pertenecía a la familia Yamauchi. Bajo su mando, la compañía logró sus mayores cumbres.
Iwata fue propulsado gracias a sus éxitos como desarrollador y gestor en el estudio HAL, bautizado como la computadora del film de Stanley Kubrik 2001. Fue el quinto empleado de la empresa, creó a Kirby y terminó dirigiendo el coloso japonés del entretenimiento.
«Como cualquier otro medio de entretenimiento, debemos crear una respuesta emocional para poder triunfar. Risas, miedo, goce, rabia, afecto, sorpresa y, sobre todo, el orgullo dell logro. Al final, conseguir que los jugadores tengan esos sentimientos es la medida final del éxito de nuestro trabajo»
Para Iwata, admirador confeso de Jobs, la clave para vender consolas estaba en la calidad del software, de los juegos. Por eso nunca los cedió a otras plataformas, a pesar de la presión para hacerlo. Si querías jugar a Mario, a Kirby o a cualquier otro de los juegos de Nintendo, tenías que comprarte una de sus consolas. Eso tuvo una ventaja, y es que vendió muchas. Y un inconveniente: los desarrolladores externos casi nunca estuvieron a la altura de los juegos de la casa.
Hace unos pocos meses, un grupo de jóvenes esperaba a la entrada de un MediaMarkt. Sabían que iba a llegar una de las figuritas Amiibo que la compañía lleva ya una temporada vendiendo como churros, aprovechando la fiebre de las figuritas con contenido que ya explotan Skylanders o Disney Infinity. Cuando las puertas se abrieron, corrieron todos a coger la suya, y de poco no hubo golpes cuando quedó claro que no había para todos.
Recientemente, Iwata había anunciado su intención de entrar en el mundo de los teléfonos y tabletas, con productos específicos y que no perjudicasen las valiosas propiedades del grupo. Iwata comprendía que el usuario de la DS o la Wii U no pide lo mismo a un smartphone y viceversa, así que apostó antes de su muerte por buscar una alianza e intercambio de acciones con el desarrollador de juegos sociales DeNA, que le permitiese generar productos capaces de tener interés por sí mismos y, al mismo tiempo, atraer el interés de nuevas generaciones a los productos de la compañía.