Amigo es una palabra muy seria como para dejarla en manos de una empresa de internet que convierte ese concepto, tan noble, en moneda de cambio de un pingüe negocio que solo reporta beneficios al señor Zuckerberg y a sus accionistas. No soy tan apocalíptico como Evgeny Morozov y valoro las oportunidades que aportan ésta y otras plataformas de comunicación online, pero creo que conviene ubicar las piezas de nuestra experiencia vital, digital y analógica, en los lugares correctos.
Hace tiempo escribí que se puede ser amigo de un avatar y sigo pensando así, aunque eso nada tiene que ver con el icono de una mano cerrada con el pulgar alzado. Además, echo en falta en estas relaciones algo que para mí es fundamental en la amistad: el silencio.
Por su propia naturaleza, las redes digitales –en especial Facebook- incentivan a sus usuarios a desnudar el día a día de su intimidad sirviéndose de mecanismos de gratificación que les llevan a salivar con cada “like” o retuit.
Así, hemos convertido la comunicación en un juego de recompensas, un ejercicio pavloviano en el que la reflexión previa al acto de comunicar y el ejercicio sensato de esta actividad pierden peso ante la urgencia y la ocurrencia, dos características incrementan las posibilidades de éxito de nuestras actualizaciones en perfiles sociales.
Se trata de un reflejo condicionado que nos hace sentir reconfortados en la soledad de nuestra celda de paredes de cristal. Un pequeño espacio transparente desde el que compartimos la limitada visión que tenemos de la cárcel entera con los que se hallan más próximos a nosotros, en el inmenso “panóptico digital” descrito por Byung-Chul Han y que apenas pudieron intuir en toda eficacia y complejidad Foucault, Orwell o Bentham. Y todo ello en un entorno lúdico, visualmente atractivo, tecnológicamente amable, conceptualmente retador.
Frente a otras plataformas digitales, Facebook es especialmente indiscreta pues, al etiquetar a sus usuarios como “amigos”, invita a éstos a compartir intimidades en sus muros. No obliga a nadie a hacerlo y ofrece herramientas de segmentación para elegir el grosor del velo que cubre la intimidad de cada cual pero, cada día que pasa, la capacidad de decisión de los usuarios de plataformas online es más pequeña, pues la privacidad ha sido una de las primeras víctimas del proceso evolutivo digital. Entre todos la matamos y ella sola se murió.
Hoy cubrimos nuestras ventanas con gruesas cortinas para que nuestros vecinos no vean cómo nos desnudamos en la red. Y así, en Facebook, el usuario se sumerge en un torbellino de fotos familiares y comilonas, reflexiones trascendentales, cumpleaños, noticias virales, videos motivadores, instantáneas de crepúsculos y amaneceres, de viajes, juegos absurdos, etc.
Un batiburrillo de contenidos compartidos por personas que, a veces, son amigos y, otras, apenas conocidos cuyas peripecias vitales nos vemos abocados a seguir por una suerte de protocolo escrito por nadie y leído por todos.
Días atrás decidí eliminar mis vínculos con los que eran mis “amigos” en esta red, reservando mi perfil para uso familiar
¿Qué tiene esto que ver con la amistad? Y, más importante, ¿qué tiene esto que ver conmigo? Como no supe responder a estas preguntas, días atrás decidí eliminar mis vínculos con los que eran mis “amigos” en esta red, reservando mi perfil para uso familiar pues sí me parece una buena herramienta para mantener el contacto con seres queridos a los que no se puede ver con la frecuencia deseada. Además, como es indudable también su capacidad de difusión, mantengo viva una página que actualizo con contenidos profesionales.
Admitiendo mi derrota parcial en esta reafirmación como individuo frente a la presión del gigante digital, no titulé este texto “Cómo rompí con Facebook”, sino “Cómo rompí con mis amigos en Facebook”. Personas a las que me vi obligado a dar explicaciones sobre mi decisión, asumiendo que se las debía, y con los que espero seguir compartiendo reflexiones o anécdotas en otras plataformas más “frías”, como Twitter, o, si se tercia, en algún bar.
Disfrutaré allí de la conversación, tratando de olvidar el “selfie” que mi interlocutor se hizo en traje de baño, durante sus últimas vacaciones en la costa, y esperando que él no recuerde las imágenes de mi última escapada nocturna. Y quién sabe si, con tiempo, surgirá la amistad entre nosotros.
En este mundo enredado, es difícil resistirse a la inercia de las plataformas sociales pero sí se puede tratar de hacer un uso más racional -libre si se quiere-, de estas herramientas de comunicación. Decidir, por lo menos, a quién concedemos el tratamiento de amigo sin que alguien, pensando en la cotización en bolsa de su empresa, se apresure a hacerlo por nosotros.
Imagen | Flickr – Mambembe