En 1750 Jean Jacques Rousseau, que tenía ya 39 años, vio en un periódico un anuncio en el cual la Academia de Letras de Dijon convocaba un concurso de ensayos en torno al siguiente tema: “¿Ha contribuido el renacimiento de las ciencias y las artes al mejoramiento de las costumbres?”.
La idea le entusiasmó y decidió presentarse al concurso, argumentando a favor de la Naturaleza. Ganó el premio con su ensayo, al cual puso por título Discurso sobre las artes y las ciencias.
El “Discurso” es un ensayo bastante flojo y a ratos ininteligible, que apenas fue leído cuando se publicó, pero, paradójicamente, hizo rico y famoso al autor y, sobre todo, le abrió las puertas de las casas aristocráticas. Después de aquel año (1750) siempre estuvo en una posición que le permitía vivir gracias a la hospitalidad de la aristocracia, excepto (como ocurría a menudo) cuando organizaba broncas feroces contra quienes le acogían en sus mansiones. Rousseau, en esto como en tantas otras cosas, hizo escuela, al ser el primer intelectual en explotar sistemáticamente el sentimiento de culpa de los privilegiados. En realidad era un hombre mentalmente enfermo. Una enfermedad que cohabitaba con un talento original. Una combinación muy peligrosa tanto para Rousseau como –sobre todo- para quienes lo rodeaban.
Su culto y su prestigio crecieron mucho más deprisa que el número de lectores, que en vida del autor siempre fueron pocos. Por ejemplo, su Contrato social, considerada su obra maestra, apenas fue leído. Su prestigio subió como la espuma cuando en 1762 publicó Emilio.
El éxito social nunca moderó sus quejas y su autocompasión patológica. Detrás de esa compasión había un egoísmo arrasador. Estaba convencido de que él era completamente diferente a los demás hombres, tanto por sus sufrimientos como por sus virtudes. “Mostradme a un hombre mejor que yo, un corazón más amante, más tierno, más sensible …” “La posterioridad me honrará… porque es lo que me corresponde.” (En eso sí acertó). “Me regocijo de mí mismo”.
Rousseau proclamó sin cortapisas la veracidad absoluta de sus Confesiones. Durante el invierno de 1770-1771 hizo lecturas públicas del libro, en salones atestados. Lecturas que duraban quince o dieciséis horas, con intervalos para las comidas. Pero los especialistas han llegado a la conclusión de que muy pocas de las afirmaciones que contienen sus Confesiones son de fiar. En ese sentido no queda otro remedio que estar de acuerdo con uno de sus críticos más completos, J.H. Huizinga, quien afirma que las insistentes y reiteradas afirmaciones de Rousseau acerca de la verdad y la sinceridad de las Confesiones no son sino distorsiones y falsedades auténticamente vergonzosas.
Es sabido que tuvo varios hijos con Thérèse, su amante, una chica ordinaria y analfabeta que ejercía más de esclava que de criada. El primero lo tuvieron en 1746 y él la convenció para que abandonara al bebé en un hospicio; y lo mismo hizo con los demás niños (cinco en total) que tuvo con ella. Dadas las condiciones de salubridad que reinaban entonces en aquellas instituciones de acogida, la probabilidad de que alguno de aquellos cinco niños llegara a la madurez era prácticamente nula. Para más inri, Rousseau llegó a asegurar, con un cinismo digno de Calígula, que fue analizando su propia conducta hacia sus hijos como llegó a la teoría de la educación que expuso en Emilio.
Enfadado con él, Voltaire hizo publicar bajo seudónimo un panfleto (Le sentiment des citoyens) en el que le acusaba abiertamente de abandonar a sus cinco hijos, y también afirmaba que era un sifilítico y un asesino.
En verdad, el renombre de Rousseau en vida, y su gran influencia después de muerto, plantean preguntas inquietantes sobre la credulidad humana y sobre la propensión de las personas a rechazar las pruebas que no quieren admitir.
En los años treinta y en un teatro madrileño de la calle del Príncipe, un famoso personaje político comenzó un discurso con estas palabras: “En el siglo XVIII, un hombre nefasto llamado Rousseau…”
No comentaré aquí el resto del discurso, pero en ese arranque en el que calificó de nefasto al pensador ginebrino, aquel político tenía toda la razón.