Hace un par de siglos, existía una tradición española -desconozco si aún perdura- que consistía en grabar en la hoja de los cuchillos y las dagas de los caballeros alguna leyenda, pensamiento o frase que versara sobre el coraje, el valor y la heroicidad de su dueño. Mensajes como » No me saques sin razón ni me guardes sin honor» o «Soy defensora de mi dueño hasta el morir», podían leerse en el acero de las navajas, escalpelos y demás variedad de estiletes con los que algunos pretendían hacer justicia y repartirla entre todos y en su orden.
Patrick Ness, autor del maravilloso libro El cuchillo en la mano -teóricamente infantil como teóricamente también lo era El niño con el pijama de rayas de John Boyne- puso en boca de uno de sus personajes, Aaron, el pastor de la iglesia de Prentisstown, que “un cuchillo solo vale lo que vale la persona que lo empuña”. Se lo decía a Todd, un niño de 13 años a quien las circunstancias y la historia le obligan a convertirse en adulto antes de tiempo, y cuyo único compañero es un cuchillo que lleva siempre consigo como muestra de ese paso a la edad adulta, como símbolo de poder, de fuerza, de defensa o de terror. De hecho, Todd Hewitt, es el único niño que queda en la ciudad de Prentisstown, habitada solo por hombres adultos y ubicada en el Nuevo Mundo, el planeta al que algunos humanos emigraron en busca de una vida mejor.
Esta semana, el mundo parece haberse convertido en Prentisstown y los niños se han hecho adultos para armar sus manos con cuchillos. Esa metamorfosis ha dejado las calles de Israel vacías. Nadie se atreve a salir a la calle. Los padres tienen miedo de que sus hijos vayan a la escuela y se conviertan en las próximas víctimas de los kamikazes civiles que han proliferado en los últimos días. Las imágenes conmocionan a cualquiera que las vea. Parece que cada vez más vivimos en la cultura del odio, aquella en la que algunos se toman la justicia por su mano sin importarles las consecuencias, aquella en la que los llamados lobos solitarios campan a sus anchas.
Pitágoras ya nos advirtió de lo poco idóneo que resulta revolver el fuego con un cuchillo. Lo cierto es que no le hemos hecho mucho caso, quizá porque el filósofo griego fue el primer matemático puro y las cuentas nunca nos han salido. Solo hay que mirar la historia para darnos cuenta de lo poco que nos cunden las enseñanzas de unos y otros.
Una de esas lecciones que podíamos haber aprendido aconteció la noche del 30 de junio al 1 de julio de 1934. Cuentan que Hitler sentía cierto temor ante el rápido crecimiento del grupo paramilitar nazi SA y de su jefe, Ernst Röhm. Ese auge en número de seguidores podía impedir el liderazgo hegemónico de Hitler, y el político austriaco y sus adláteres decidieron sacar a pasear los cuchillos para demostrar quien mandaba. Los historiadores hablan de una purga política dentro del partido nazi, muy parecida a las purgas que Stalin puso en marcha en la Unión Soviética entre los suyos y los que no lo eran. Los propios nacionalsocialistas calificaron aquella jornada de asesinatos y arrestos como La Noche de los cuchillos largos. No creo que fueran cuchillos lo que sacaron a pasear Hitler, Himmler y sus SS, y el general Wilhelm Goering, ya que por aquel entonces las armas para acabar con el contrario, fuera amigo o enemigo, eran otras y las ejecuciones resultaban más rápidas con una ráfaga de fuego que con cualquier acero.
Ejecuciones más resueltas, más prácticas, en definitiva, menos primitivas. Quizá por eso atemorice más la visión de alguien sacando un cuchillo y corriendo hacia una persona para acabar con su vida. El 15 de marzo del 44 a.C., Julio César fue acuchillado varias veces en las escaleras del Senado romano. En su obra, Shakespeare puso en boca del dictador asesinado por una corte de conspiradores , una frase que ha rulado a través de la historia, sin que podamos saber si realmente fue pronunciada o no, pero eso poco importa: “Tu también, Brutus, hijo mío”.
Los cuchillos y su uso han cambiado el rumbo de la historia en demasiadas ocasiones, igual que lo han hecho otras armas destinadas a sembrar el terror y la muerte, ya sean bombas, explosivos o aviones, como pudimos ver el 11-S en Nueva York.
De poco han servido las palabras del escritor judío y Premio Nobel de Literatura, Isaac Bashevis Singer: “No habrá justicia mientras el hombre de pie con un cuchillo o con un arma destruya a aquellos que son más débiles que él”. Va a ser verdad que ni la gente lee ni parece que conocer la historia sirva para no repetir los mismos errores del pasado. Si acaso, para dar ideas.