Quizá sea conformismo; pero uno tiende a dar por bueno que en campaña electoral los políticos tergiversen la realidad para vendernos las bondades de su gestión como gobernantes. Eso sí, la interpretación forzada de la realidad tiene un límite. Precisamente, el que imponen los datos.
Me refiero, en este caso, a la tesis que pretende hacernos creer el Partido Popular de que el precio de la electricidad se ha reducido durante la legislatura que ahora termina. La argumentación contrasta con los datos aportados por las asociaciones de consumidores, los expertos del sector, el Instituto Nacional de Estadística e incluso la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia. No obstante, los datos que emplea cada cual son diferentes y, en consecuencia, el sufrido consumidor acaba apabullado con una nube de cifras que tiene el riesgo de confundirle de tal modo que incluso acabe asumiendo la tesis oficial.
La explicación de las divergencias en los datos es, sin embargo, bien sencilla: la evolución de los dos términos de la factura eléctrica (fijo y variable) ha sido radicalmente distinta. Mientras que el precio de la parte fija del recibo, que depende de la demanda máxima de energía, se ha más que duplicado durante la legislatura; el precio de la parte variable, la que depende directamente del consumo registrado por el contador, se ha reducido en torno a un 20%.
La consecuencia de todo ello es fácil de interpretar: el incremento en el recibo de la luz durante la legislatura ha sido tanto mayor cuanto menor es el consumo.
Según la última encuesta oficial sobre consumos energéticos de las familias en España, una familia típica consume unos 3.500 kWh/año. Si suponemos que contrata la potencia más habitual (4,6 kW), tenemos que su factura anual, siempre que se haya mantenido en la tarifa oficial del Gobierno, ha pasado de 742 € (impuestos incluidos, sin considerar el alquiler del contador) en 2011 a 791 € en los últimos 12 meses, lo que representa una subida del 6,6%.
El dato contrasta con la brutal subida del 17,5% en el mismo período sufrida por una familia que solo consuma un tercio del valor típico y que, ajustando los electrodomésticos que conecta simultáneamente haya sido capaz de bajar su potencia a 2,3 kW.
Es más, una familia con calefacción eléctrica cuyo consumo sea el triple de lo habitual y cuya potencia duplique la más frecuente solo habrá soportado un 1,5% de incremento en el recibo.
La pregunta es: ¿por qué? Y la desoladora respuesta no puede ser otra que: porque sí.
En efecto, lamentablemente no existe en España metodología alguna que permita establecer un reparto objetivo entre los consumidores —mucho menos, entre las dos partes del recibo— de los diferentes costes que pagamos a través del recibo de la luz.
De hecho, si uno hace el mismo ejercicio en las legislaturas anteriores se da cuenta que durante los siete años de Gobierno de Rodríguez Zapatero el efecto fue el contrario: la subida de la parte fija fue del orden del 20% mientras que el componente variable escaló más de un 80%. Es decir, durante el mandato del anterior presidente la luz subió más a quien más consumía.
Para completar la historia, en los seis años de desregulación del sector eléctrico coincidentes con el Gobierno de Aznar ambos términos evolucionaron de forma simétrica, bajando un 5% de forma acumulada. En la época de Aznar, por tanto, la luz bajó igual para todos en términos porcentuales.
Podría pensarse, pues, que en ausencia de metodología objetiva, el inusual incremento reciente de la parte fija del recibo es casual. Nada más lejos de la realidad. En su informe periódico sobre la situación energética en España publicado este mismo año, la Agencia Internacional de la Energía, cuyos hombres “de verde” fueron acogidos durante días en el Ministerio de Industria para mantener las perceptivas reuniones, afirma que el autoabastecimiento mediante energía solar está “desafiando los modelos de negocio de las eléctricas tradicionales, en particular, de los operadores de red” debido a que “los costes de red son principalmente fijos, no dependen de la energía consumida, mientras que el autoconsumo reduce la base de facturación a través de la que se recuperan los costes de la red”. Es más, constata que “para solucionar este problema, en 2013 el Gobierno reequilibró las tarifas reguladas hacia cargos fijos” incrementando de golpe un 92% el componente fijo.
Nos encontramos, pues, ante un mecanismo de defensa frente a una tecnología disruptiva que, lejos de ser casual, tiende al ideal de lo que desearía una compañía eléctrica que pretendiera perpetuar su caduco modelo de negocio: que el cliente pague lo mismo con independencia de su consumo. Esto es, la tarifa plana.
El problema de este modelo es que, a diferencia de lo que ocurre en el sector telefónico, en la energía hay combustibles detrás y las tarifas planas fomentan el derroche. Algo que la Unión Europea, con una dependencia energética exterior superior al 50%, no puede permitirse. Mucho menos España, que compra más del 80% de su energía del exterior y, en consecuencia, tiene una economía mucho más vulnerable a las variaciones de los precios del petróleo.
El Gobierno salido de las próximas elecciones tiene, pues, ante sí el reto de establecer por primera vez de forma razonable la composición de la tarifa eléctrica. Dotar al procedimiento de objetividad y transparencia es esencial para que los consumidores podamos beneficiarnos de la revolución tecnológica que las renovables están protagonizando en el sector eléctrico a nivel mundial.