Cuando aquí nos quejamos con razón de los políticos que nos ha tocado votar y luego sufrir nos olvidamos de que la Historia nos ha regalado ejemplos insuperables de maldad, a pesar de los testarudos intentos contemporáneos. Hoy hablaremos del Gobierno.
Amigos de las historias de secundarios, que igual no sois ninguno todavía, tenéis que saber que Rodrigo Rato acaba de abrir la Caja de Pandora de los actores de reparto. Una figura que en su propia definición ya incluye expresiones como “a la sombra de” o “en segundo plano”. Estamos mirando a los ojos a la máxima representación de los secundarios de la historia: los vicepresidentes. Estar esperando en el andén del poder para que el cartelito anuncie que el tren no va a parar en esa estación. Los vicepresidentes son los coyotes que persiguen eternamente al correcaminos de la gran política.
¿Pero qué vicepresidente elegir para diseccionar aquí como una pobre rana en un instituto americano? Hay muchos que merecen enseñar su corona de hojalata y la mayoría para mal, como buenos políticos. Así que me disfracé de Rastreator [ponga su publicidad aquí] y comparé qué vicepresidente de toda la historia me ofrecía el mejor precio en cuanto a mediocridad, curiosidad y escándalo. La lucha, sobra decirlo, fue encarnizada.
Y aunque nosotros tenemos buenos ejemplares ibéricos, hay que decir que nadie hace sombra a la épica vacuidad de los vicepresidentes de los Estados Unidos de América. La NBA de los vicepresidentes. Allí nos vamos.
El mejor colocado sin duda, por sus parecidos con nuestro RR, sería Spiro Agnew (1918-1996), el vicepresidente de Richard Nixon [suena un trueno]. Resulta que ya en 1973, estando en el cargo, fue investigado por recibir sobornos cuando era gobernador de Maryland, y luego condenado por evasión de impuestos y blanqueo de dineros. ¿Les suena? Somos copiotas. [Yes we can]. Tampoco desvió muchos puñados de dólares pero tuvo que dimitir de su cargo. Eso aquí todavía no se copia.
Encontré por ejemplo un caso bizarro no por escandaloso pero sí por llamativo. Un tal William Rufus King (1786-1853) fue vicepresidente seis semanas antes de morir de tuberculosis. Lo curioso del caso es que para intentar recuperarse de su enfermedad había viajado a Cuba y juró su cargo, con un permiso especial del Congreso, en La Habana. Sí. Un vicepresidente estadounidense jurando en La Habana. Claro que esto fue en 1853. El buen clima no le sirvió de mucho y murió tres semanas más tarde.
Evidentemente, volvemos a la senda de la maldad y no de la mera casuística geográfica, enseguida apareció sobre mi mesa de fechorías el nombre de Dick Cheney [prometo que ha bajado la temperatura 10 grados de golpe] (1941-ojo, sigue vivo). Es recordado por muchos como el vicepresidente más poderoso de la Historia. Los halcones del partido republicano parecían graciosas golondrinas a su lado. Empezó en política en 1969 con el equipo de trabajo de Nixon [otro trueno] y desde entonces supo bailar entre cargos de alta responsabilidad pública y el sector privado. Pero con los Bush llegó su primavera [y el invierno para otros muchos]. Con el padre fue Secretario de Defensa y protagonista de la primera guerra de Irak [que como todos sabemos es la buena].
Luego, tras un nuevo flirteo con la empresa privada, acompañó a Bush hijo como candidato a vicepresidente, y tras el desastre de las elecciones de Florida [otros blogs lo habrían llamado pucherazo] se convirtió en veep. Le tocó esconderse durante el 11S como en las películas e ideó las invasiones de Afganistán y la segunda guerra de Irak [que como todos sabemos es la mala]. Como dato curioso hay que decir que llegó a ser Presidente durante 2 horas y 15 minutos el 29 de junio de 2002 mientras al Presidente Bush se le practicaba una colonoscopia [sonreiré ladinamente, pero no haré comentarios]. Hay que agradecerle que no pulsara el botón rojo en ese momento de poder absoluto. Gracias, Dick.
Pero Cheney [vaho helado sale de mi boca] fue y es demasiado conocido para ocupar un puesto en nuestra lista de secundarios. Creo que tengo un candidato mejor para acompañar a Ros y Guil al Parnaso de los libros olvidados: Aaron Burr.
AARON BURR (1756-1836)
¿Y qué hizo Aaron Burr para quitarle el puesto de Vicepresidente Malo a todos los candidatos anteriores? Un hecho destacado: durante su vicepresidencia mató a Alexander Hamilton, uno de los Padres Fundadores de los Estados Unidos y redactor de su Constitución. Y no fue juzgado por ello. Un logro difícil de superar para un político.
Encendamos el microscopio. Burr nació en febrero de 1756 y le pilló la Guerra de la Independencia mientras estudiaba derecho en Connecticut. Perdimos un abogado, pero ganamos un destacado y astuto militar. De todas formas, terminó sus estudios después de servir bajo las órdenes de George Whasington, el que incomprensiblemente da nombre a un estado y a una ciudad, la capital, separadas por miles de kilómetros. Su carrera política, tras la guerra, estuvo ligada a George Clinton, uno de esos apellidos que persiguen a los americanos de cualquier época. Ya había intentado ser vicepresidente junto a Thomas Jefferson, pero ganó John Adams [con el rostro de Paul Giamatti].
Nuestro secundario era muy conocido entre los políticos de la época. Le consideraban un buen militar contra el bando enemigo, pero también un eficaz conspirador en su propio bando. Así que ni Whasington ni uno de sus hombres de confianza, el admirado y honorable Alexander Hamilton, le apreciaban demasiado. En las elecciones de 1800 se convirtió en el tercer vicepresidente de los Estados Unidos. Él quería ser el jefe, pero el partido se decantó finalmente por Jefferson, y éste, a pesar de que le había ayudado a conseguir el cargo, le apartó de las decisiones importantes, algo que han ido heredando los vicepresidentes como los libros de texto de los hermanos mayores.
Se llevaba mal con muchos, pero [como Fernando Alonso en 2007] su enemigo número uno, su némesis, era Hamilton. Le acusaba de obstaculizar su carrera política, pero la chispa definitiva surgió de un artículo publicado en un periódico de Nueva York [periodistas malmetiendo desde tiempos pretéritos]. Que si lo dijiste, que si no lo dije pero lo pienso, que si te quedan mal las pelucas, que si la culpa es tuya, que si no, que si te reto a un duelo, vale. Sí, habéis leído bien, un duelo.
Los duelos, aunque estaban ya prohibidos en muchos estados, eran algo común al comienzo del siglo XIX. De hecho Hamilton había perdido a un hijo en uno y había participado en más de veinte y sin embargo debía de gustarle mucho ya que seguía tentando a la suerte. El inevitable morbo del peligro, supongo. Burr, a pesar de su belicosidad, sólo había participado en uno. Era una tradición que venía de la época de las espadas pero la modernidad las había sustituido por civilizadas pistolas Wogdon (unos mini trabucos que se pueden ver hoy en la sede del Ivestment Bank, en el número 270 de Park Avenue en Nueva York). La norma era clara: un tiro cada uno. Sólo una oportunidad.
Los duelos, aunque estaban ya prohibidos en muchos estados, eran algo común al comienzo del siglo XIX
Al alba del 11 de julio de 1804, el vicepresidente de los Estados Unidos de América por un lado y uno de los Padres Fundadores por el otro, se enfrentaron a muerte en Weehawken, Nueva Jersey. Los testigos no se pusieron nunca de acuerdo en algunos detalles. Unos apuntaron a que Hamilton sólo quería preservar su honor, presentarse y ya está, que no iba a disparar primero. Otros dicen que sí que lo hizo pero que falló. Lo que todos aseguran es que el dolido Aaron Burr quería acabar con la vida de Hamilton. Y lo consiguió. Le acertó en el abdomen y el redactor de la Constitución estadounidense murió un día después.
Burr fue acusado de asesinato, pero con abandonar Nueva York y Nueva Jersey pudo acabar su legislatura como vicepresidente en Whasington. En el fondo, todos pensaban que fue un duelo por una cuestión de honor. Cosas de chiquillos.
Con su carrera política acabada en la capital, buscó otras alternativas. Y por supuesto tenían que estar a su altura. Suena raro con sus antecedentes [nótese la ironía], pero fue acusado de intentar crear un reino propio, un país para él, en el oeste americano, en las tierras que en aquel momento todavía no habían sido reconocidas por el Congreso. Algo que si llega lograr habría desembocado probablemente en otra guerra civil [y otro montón de buenas películas]. Una conspiración en toda regla y otro logro más a favor de nuestro vicepresidente favorito.
Por este extremo acusado de traición, y a pesar de que tenía a todo el gobierno de Jefferson en su contra, fue absuelto por falta de pruebas [Ooooooooh]. Tuvo suerte en ese momento puntual, la misma que le faltó el resto de sus días. Dejó deudas allí por donde pasó, buscó nuevas oportunidades en Europa y todos los países le dieron la espalda. Incluso Napoleón Bonaparte rehusó a reunirse con él. No dejaba de ser el asesino del gran estadista Hamilton, que tenía mucha fama en el viejo continente. Volvió a Nueva York pero se tuvo que disfrazar para que no le reconocieran aquellos que le andaban buscando [y pensábamos que Ruiz Mateos era un visionario]. Invitó a su hija a visitarle y a que le trajera importantes documentos en los que había trabajado toda su vida. Lamentablemente el barco en el que viajaba fue atacado por piratas y los documentos y su hija se perdieron en el Atlántico.
Un hombre así, alejado de la fortuna, sin amigos y con un corazón vacío y negro, sólo podía hacer una cosa: volver a practicar la abogacía. Y, claro, le fue bien. Antes de morir, y como guinda a una vida destacable, se casó con una ricachona, pero cuando ella descubrió que la quería por su dinero, pidió el divorció y le acusó de infidelidades a sus casi 80 años. Nunca nos defraudaste, Aaron, naciste en la época equivocada. Fuiste un adelantado a tu tiempo, no te entendieron, pero siempre tendrás un hueco en nuestro corazón de secundarios.