Vengo percibiendo en el masculino mundo una querencia general a favor de esos culitos escurridos de las enflaquecidas modelos de pasarela que parecen anoréxicas. No soy partidario de los huesos, ni siquiera de los de santo. Prefiero los culos contundentes y hospitalarios, como esos que sobresalen de la vertical y se autosustentan, altaneros –como un milagro de ingeniería-, contra toda ley gravitatoria… También admiro a cuantos traseros aparecen –ante nuestros admirados ojos- en doble pompa vivaracha y graciosa.
Los culos representan la más profunda y atávica llamada de la naturaleza. En cambio, las tetas son un producto intelectual. En otras palabras: las nalgas femeninas son neanderthalianas, mientras que los senos son renacentistas y, en el fondo, prosaicos. Por el contrario, el culo es lírico y musical… y se confunde con el movimiento cadencioso de las caderas. Esas que bate la mulata bailando bossa nova sobre la playa de Ipanema. Y lo hace al mismo ritmo con el que sus antepasadas batían el dulce chocolate “a la taza”.
El culo siempre se aleja, invitando a que lo sigan. Se mueve, pues, en sentido contrario al que avanzan los pechos femeninos, que siempre vienen de frente, algo amenazadores, con intención de plantar cara. El culo huye, se va, como se va la vida.
Las nalgas femeninas son neanderthalianas, mientras que los senos son renacentistas y, en el fondo, prosaicos.
Las españolas tienen culo (aunque, desgraciadamente, no todas), pero también tienen popa, trasero, pompis, tafanario, trasportín… y, ya en plural, esas dos esplendorosas medias lunas se denominan glúteos, nalgas, posaderas, cachetes e, incluso, ancas. Por su parte, las argentinas tienen cola u orto, las colombianas jopo, las brasileñas bunda, las mejicanas bote, las peruanas tarro, las cubanas fambeco o nevera y las chilenas (¡oh mi juventud perdida!) tienen poto. Potos merecedores de un largo poemario, tan grande como el Canto General.
Como dejó escrito el maestro colombiano Pedro Mairal, especialista en estas lides calipigias: “durante el abrazo, se puede llegar a los cachetes de dos maneras. Una es desde arriba, si la mujer tiene puesto un pantalón, pero es dificultoso y lo ajustado de la tela impide la maniobra y la palmada vital. La otra es desde abajo y eso es lo mejor, cuando se alcanza el culo levantando poco a poco el vestido… y, viajando hacia el norte por la senda de los muslos, de pronto, se llega a esas órbitas gemelas, esa abundancia. En ese instante se siente que las manos no fueron hechas para otra cosa que no sea palpar esa felicidad, para sentir la blanda gravitación, el peso exacto de la redondez terráquea”.
Una actitud más pasiva, pero también erótica, consiste en contemplar los cuidados que sus propietarias dedican a los culos. Por ejemplo, cuando en invierno se acercan al radiador, a la estufa o a la chimenea para calentarlo. No lo pueden evitar: cuando pasan ante una fuente calórica lo acercan a ella para –como gallinas cluecas- empollarlo durante un largo rato. Porque –hasta los niños saben de ello- la parte más fría del cuerpo femenino es el trasero… cualquiera puede comprobar ese frescor en la primera caricia (que ha de ser suave y termostática).
Un buen día, mientras realizaba mis cotidianos ejercicios cardiosaludables sobre los verdes prados del Retiro, estos ojos –que ha de comerse la tierra- vieron a pocos metros de distancia los pantalones ajustados de un chándal rojo, propiedad de una cuarentona que ocultaba debajo de ellos sus carnes prietas, mientras correteaba por el parque. Y me quedé prendado de aquellas dos semiesferas vibrantes. Hipnotizado, ya no pude parar y seguí detrás de aquellos glúteos que, ora arriba ora abajo, se mostraban allí, bajo el algodón, más vivos que lo haya estado jamás criatura alguna. En un momento dado, volví hacia atrás la mirada y constaté que no era el único cofrade en aquella procesión. Muchos corríamos tras la utopía inalcanzable de aquel culo y, como los niños tras el flautista de Hamelin, lo hacíamos hacia nuestra perdición.