Que los extremos se tocan constituye una verdad que con el tiempo ha adquirido categoría de axioma, y uno de los más probatorios es cómo el antisemitismo une con la argamasa de un fanatismo irracional a extremistas religiosos (sobre todo, católicos), a los nacionalistas de la derecha más violenta y a los izquierdistas sectarios.
Hay una frase del que fue Reichsführer de las SS, Heinrich Himmler, que podría servir de mantra a todos ellos: “El antisemitismo es una desinfección. Eliminar los piojos no es un asunto ideológico sino hacer limpieza”.
El intelectual cubano Carlos Alberto Montaner (liberal de prestigio planetario, acusado, cómo no, por el castrismo de terrorista y agente norteamericano) constató cómo universitarios españoles de extrema izquierda casi linchan a dos conferenciantes hebreos que tuvieron que huir por pies, y pudo después escandalizarse del veto de los organizadores del Orgullo Gay en Madrid a la presencia de homosexuales judíos. “La mal llamada progresía –escribió en un artículo-, que paradójicamente admira el modo de progresar de los pueblos que menos progresan, se sirve (del antisemitismo) como una seña de identidad…Basta enroscarse al cuello una bufanda palestina para que la prensa (una parte de la prensa, le corrijo), los vecinos, las muchachas del barrio…sepan que suscribe el ideario de la izquierda”.
¿Cómo es posible que en España los Pablo Iglesias y Alberto Garzón manifiesten hacia el judaísmo las mismas actitudes que en su día desplegaron los Henry Ford, Niestzche, Wagner y un largo etcétera de predicadores del odio, culminadas por Hitler con su Holocausto, y proclamar al mismo tiempo que su actividad política responde a un impulso de amor a la Humanidad? Señalemos que no viene de hoy, sino que es una constante histórica. Como ejemplo relativamente reciente consta la expulsión de la delegación sindical judía en el 27 Congreso del PSOE en diciembre de 1976, por exigencia cerrada de Alfonso Guerra para no ofender a la delegación palestina.
El contrasentido es tan bestial que roza con la ignorancia más zote sobre la historia del pueblo hebreo, de la Diáspora, forzada por las sucesivas expulsiones de su tierra como castigo a resistir, con heroísmo y dignidad, agresiones y ocupaciones cuales las del Imperio Babilónico y el Romano. No fueron los hijos de Israel quienes eligieron dispersarse por todo el orbe sino que constituyó uno de los primeros casos, si no el primero, de los más crueles desplazamientos masivos y forzosos de población que registra el devenir humano.
Entre el primer y segundo éxodo se produjo el nacimiento de Jesús, que dio origen a la religión del Dios-Hombre y produjo un desgarro perdurable en la sociedad hebrea, dividida entre quienes la consideraron una fabulación y los que asumieron su muerte como la vía para redimir sus pecados y una culminación definitiva del mito del Mesías. Era, como se diría hoy, un “asunto interno”, pero gracias a un adelantado del márquetin, sin duda genial, llamado Saulo de Tarso (un Steve Jobs de la época) se convirtió en un fenómeno universal. Más adelante, cuando el emperador Constantino (rebautizado “El Grande” por los agradecidos obispos de entonces) declaró el cristianismo religión oficial del Imperio, pasó a ser hasta hoy el principal problema en la vida de los judíos.
La resistencia del disperso pueblo hebreo a los intentos de la Iglesia de Roma a lograr su sumisión propició una implacable campaña en su contra que abarcó el mundo entonces conocido, iniciada con la monstruosa acusación oficial de que eran un pueblo deicida (asesino de Dios). Manipulando el todavía inmenso poder de un imperio decadente y con una estructura política finiquitada, la jerarquía católica la usurpó y consiguió que los países de acogida de asentamientos judíos empezaran a mirarles como apestados apátridas, a los que se podía expoliar impunemente cuando llegaban las vacas flacas y robar al débil y al indefenso era la solución más a mano. Es el origen de los pogromos. Destacaron en esta actividad muchos papas, obispos y reyes, que crearon el antisemitismo como coartada para sus tropelías.
Al lado de sus casi 2.000 años de sufrimiento y persecución, los actuales males de los palestinos son flor de un día, y los alimentan y administran cuidadosamente, además, algunos de sus Estados valedores al rehusar por sistema negociar la oferta de Tel-Aviv de “paz por territorios”, para ofrecer como única alternativa el abandono de su hogar desde tiempos bíblicos o el exterminio.
No cabe en este artículo todo el argumentario histórico. Pero apunto aquí que la defensa a ultranza de sus tradiciones, cultura e identidad nacional por los judíos les habrá llevado a cometer errores y hasta atropellos circunstanciales inscritos en la lucha por sobrevivir, pero no pueden servir para justificar esa lacra miserable y renovada a cada poco en la civilizada Europa que es el antisemitismo.
No está de más recordar que occidente debe a los judíos un porcentaje abrumador, sobre todo si consideramos su número, de los avances en su ciencia, arte, cultura, política, creatividad en suma, sobre todo desde el siglo XVIII a nuestros días. Sí se entiende que se presione a Israel para intentar reducir la violencia en aquel escenario e inducirle a negociar con el mundo musulmán. Aunque los dirigentes europeos ya saben hasta qué punto es difícil hacerlo con gentes sordas y ciegas, ancladas en el todo o nada.
En Europa, siglos de propaganda hostil y esa reacción tan corriente de negar los crímenes propios llamando criminal a la víctima han creado un sentimiento antijudío con reflejos atávicos. En esto tiene la Iglesia Católica una responsabilidad imborrable, y de sus prédicas intransigentes hasta ayer se aprovechan los racistas del Frente Nacional de Le Pen, así como sus hermanos menores de otros países. Seguidos con fervor por quienes ocupan el otro polo del hemisferio político. Fachas y rojos, del brazo.
Asombra que la extrema izquierda, anticlerical desde siempre, se haya dejado arrastrar por la secular presión papista contra el judaísmo, pero es así. Se puede entender que unas bases ignorantes y desconocedoras de los más elementales datos históricos vean a los derrotados una y otra vez, palestinos y árabes en general, como la parte débil. Pero que profesores universitarios tal que Pablo Iglesias o economistas cual es Alberto Garzón lleven a Podemos y a Izquierda Unida a apoyar el indecente veto en el Rototom al artista judío Matisyahu por no condenar a Israel es de vergüenza ajena. Queda el dato de que en su desmán se han quedado ridículamente solos. La izquierda socialista ya no está en esas animaladas, como demostró “El País” con un editorial sin desperdicio que obligó a los estúpidos del Rototom a una sonrojante rectificación.