347.OOO euros y pico de fraude fiscal dividen hoy en dos bandos a los españoles que aceptan de mejor o peor grado que la Jefatura del Estado descanse en la Corona: los que opinan que la decisión de la Audiencia de Palma de mantener el procesamiento de la infanta Cristina de Borbón en el llamado “Caso Nóos” es bueno para la Institución que encarna Felipe VI, por la actitud de rigurosa neutralidad que ha sabido mantener ante la acción de la justicia y los que piensan que la dañará.
Estos últimos fundamentan su criterio en que la presencia en el banquillo de una persona que mantiene sus derechos a la sucesión incluye un desgaste de la imagen institucional que se prolongará durante meses. Y no aceptan que el monarca carezca de recursos, dentro de los hábitos dinásticos usuales durante generaciones, para forzar a su hermana a una renuncia.
Hasta el momento, Felipe de Borbón y Grecia está realizando su trabajo de una forma tan impecable que hasta los líderes de la izquierda lo elogian sin tasa. Pero la decisión de la Audiencia de rechazar la llamada “doctrina Botín” (que algún día los juristas que la fabricaron, incurriendo en lo que a muchos parece una arbitrariedad sin excusa, deberían explicar en una tribuna pública) ha llegado en un momento social y político delicado por la decisiva intervención del Rey en el arbitraje que la Constitución le encomienda para salir del brete en que nos han metido las elecciones del 20-D.
Los españoles hemos de acostumbrarnos durante los próximos meses a ver a la Infanta tres pasos a la derecha de su marido, Iñaki Urdangarín, sentada en un banquillo ante un tribunal que juzga un saqueo de fondos públicos parecidos a los que cada poco protagoniza una parte de la clase política. Cuantos cuestionan la forma monárquica del Estado, muy numerosos sobre todo entre las generaciones jóvenes, se van a dar un atracón de alegrías con la cobertura diaria o muy frecuente de lo que ocurra en ese banquillo a lo largo de un año o más. Mucho desgaste y un gran favor a quienes desean una república.
Todos sabemos a qué nivel de descrédito ha llegado la clase política por sus ludibrios. El que esta burla del interés público toque ahora, y muy directamente, a la dinastía que reina en España debería empujar al Rey a tomar más distancia que nunca de aquellas ramas de la misma que se hayan podrido o necrosado. Y arbitrar –casi nadie piensa que le resulte imposible hallar un camino- para forzar a la presunta defraudadora de sangre real a desistir de sus derechos al Trono o, en su defecto, despojarla de ellos.