“Querrían que, como ellos (los “infieles”), no creyerais, para que fuerais iguales que ellos. No hagáis, pues, amigos entre ellos hasta que se hayan entregado a Alá. Si luego cambian de propósito, apoderaos de ellos y matadles donde les encontréis. No aceptéis su amistad ni su auxilio”.
Esta frase tan conciliadora, que quizá inspiró al innovador Zapatero su idea de la Alianza de Civilizaciones, constituye la aleya (versículo) 89 del capítulo (sura) 4 de El Corán, el libro santo de los musulmanes –escrito, según ellos, por Mahoma al dictado del mismísimo Dios-, del cual todo terrorista que mata en nombre de Alá o financia al criminal tiene un ejemplar pegado a su cabecera cuando duerme. Repose en un mullido lecho rodeado de mármoles y sedas (el generalmente hipócrita príncipe petrolero), en la piltra de un barrio europeo deprimido, o en el jergón de una covacha, donde se agazapa en espera de su turno para sembrar la muerte y la devastación.
Todo El Corán es un plantío de odio y exhortaciones al derramamiento de la sangre de quienes no se someten a su cosmogonía. Ciertos cegados de amor al prójimo, aunque ese prójimo sólo espere a que se descuiden para rebanarles el cuello, se empeñan en decir –de uno en uno, al estilo Pablo Iglesias, o en peñas organizadas y hasta formando think tanks– que tales versículos corresponden a una interpretación rigorista que no abarca la amplia realidad del llamado libro santo.
Pretenden esos estúpidos que las represalias de occidente corresponden a un afán de venganza y no a un acto de justicia o de legítima defensa, y exhortan a dialogar con los matarifes y a intentar que rectifiquen, civilizándolos a base de aguantar sus zarpazos, poner la otra mejilla y seducirlos con los valores superiores de la democracia. De la que ellos abominan como antagonista de su cultura.
Apetece poner de cara a la pizarra a esa grey tontorrona y hacerle escribir un millón de veces: “somos unos gilipollas”. Cuando la invasión islámica de la España visigoda que dio lugar a Al Ándalus, hubiesen estado entre los primeros en hacerse sumisos muladíes (conversos) y ejecutar las cinco genuflexiones diarias mirando hacia La Meca para salvar sus pellejos. No descarto que tengan ya listas las reglamentarias esterillas para hincar sus rodillas. Conviene no olvidar, para saber a qué nos enfrentamos, que previsiones sociológicas solventes auguran, para 2050, que más de la mitad de la humanidad será mahometana. Por fuerza en esa cifra ha de entrar una buena cantidad de demócratas renegados.
Las muestras de la implacable y declarada enemistad islamista están inscritas en su manual del buen creyente. Y no es una, ni tres: son numerosas y abrumadoras. Van dirigidas tanto a los llamados extremistas como a los que nos camelan afirmándose moderados. Analicen, por favor, estas muestras.
“¡Que quienes cambian esta vida por la otra combatan por Alá! Aquel que, combatiendo por Alá, sea muerto o salga victorioso, tendrá una magnífica recompensa” (Cap. 4, versículo 74)
“¡Creyentes, no intiméis con nadie ajeno a vuestra comunidad! Desean vuestra ruina. El odio asoma a sus bocas, pero lo que ocultan sus pechos es peor” (3, 118)
“Cuando salgáis de viaje, no hay inconveniente en que abreviéis la azalá (interpreto eso de esconder la oración y las actitudes como una manifiesta incitación al disimulo, cuando están infiltrándose en occidente) si teméis un ataque de los infieles. Son un enemigo declarado para vosotros.” (4, 101)
“¡Creyentes, no toméis como amigos a los judíos y a los cristianos! Son amigos entre sí. Quien de vosotros trabe amistad con ellos se hace uno de ellos” (5, 51)
Dice el manual que Alá ordenó a sus ángeles: “Estoy con vosotros. ¡Confirmad, pues, a los creyentes que infundiré el terror en los corazones de quienes no crean! (A esos) “cortadles el cuello y pegadles en todos los dedos”.
“¡Matad a los infieles donde quiera que les encontréis! ¡Capturadles! ¡Sitiadles! ¡Tendedles emboscadas por todas partes! Pero si se arrepienten, hacen la azalá y dan el azeque (impuesto), entonces ¡dejadles en paz! Alá es indulgente” (9,5) Pienso que esta será una de las aleyas favoritas de los buenistas, seguro que predispuestos a una entusiasta conversión si el zapato les aprieta un día.
“¡Matadles donde deis con ellos y expulsadles de donde os hayan expulsado!” (2,216) Encuentro este párrafo de especial interés para quienes habitamos en tierras que ellos llamaron Al Ándalus y nosotros rebautizamos España, que reivindican como uno de sus objetivos principales.
“Se os ha prescrito que combatáis, aunque os disguste. Puede que algo que os conviene os disguste y améis algo que no os conviene. ¡Alá sabe, mientras que vosotros no sabéis!” (2, 216) Este, parece especialmente dedicado a quienes piensan posible convivir en paz con un agareno practicante. De ahí vienen los testimonios posteriores de los buenos vecinos de turno sobre quien ha desencadenado un acto terrorista: “¡Es increíble! ¡Parecía tan buen chico, tan educado! ¡Le conozco desde hace años y siempre ha llevado una vida pacífica con su familia…!”, etc., etc.
Cierto que en poco superan estas bárbaras admoniciones a las recogidas en concretas parrafadas evangélicas. Y no digamos a las salvajadas sin nombre ordenadas por la Santa, Católica y Apostólica Iglesia de Roma, que tuvo un brazo ejecutor en la Inquisición con magra cosa que envidiar a los Al Qaeda, IS y demás instrumentos del Islam de hoy. Pero eso es Historia, dejada atrás por la propia evolución de las sociedades occidentales y su paulatina conquista de las libertades actuales. La misma condena vale para el colonialismo y sus crueles secuelas. Cualquier cosa que se haga para compensar por aquellos desmanes debería ser aplaudida. Ahora bien, en este punto pregunto: ¿quién en su sano juicio y disfrutando de las garantías de un Estado de Derecho aceptaría dialogar y negociar con una Inquisición? ¿Quizá Pablo Iglesias, y otros de su encarnadura?
Una cosa es asumir y reparar en lo posible tropelías del colonialismo, y otra –absurda-dejarse aplastar por un sentimiento de culpa que no corresponde a las generaciones de hoy. Flagelarse frente a la agresión es de idiotas y de vencidos de antemano. Los occidentales hemos sabido, poco a poco, poner en su sitio a la Religión y, sobre todo, a los religiosos.
A ellos –aceptamos, en general-, pertenecen ciertas actividades espirituales y caritativas, aunque en su desempeño dejen mucho que desear. Pero ya no manejan nuestras vidas con apocalípticos mensajes evangélicos, ni manipulan descaradamente la actividad de los gobiernos, porque entonces los ciudadanos envían a la oposición a los políticos mamporreros que se presten.
El cristianismo, -el catolicismo, sobre todo- hace tiempo que ha perdido su capacidad de proselitismo, de coacción sobre el hombre libre. Ya no es expansivo, y, menos, por métodos brutales. El islamismo va a la conquista del mundo por medio de un proselitismo exacerbado acompañado de extremada violencia, y aplica al dedillo las prédicas de su Profeta. ¿Vamos a renunciar a la civilización alcanzada porque nos lo digan los pazguatos dialogantes y por miedo a enfrentarnos a un choque que resulta inevitable? Hoy, aún somos los más fuertes y estamos en condiciones de vencer con relativa rapidez. Mañana, lo dudo.
Consideren que la única alternativa, entonces, será la rendición, así como la islamización de sus hijos.