“ La cometa se eleva más alto en contra del viento, no a su favor ”. Lo dijo Winston Churchill que, al parecer, tenía frases para todo. Desconozco los conocimientos eólicos del primer ministro del Reino Unido, pero de cometas y de cómo éstas resisten los embistes de la vida, sabía y mucho.
A Diego, el niño de 11 años que se suicidó arrojándose de un quinto piso porque no soportaba la idea de volver un día más al colegio donde al parecer sufría acoso escolar, la cometa se le enredó al cuello y no le dejó subir más alto, ni avanzar, ni seguir su camino. El viento en contra fue demasiado fuerte y quebró sus mimbres. Lo extraño es que una corriente de aire tan fuerte que mudó en tormenta, capaz de romper una vida, no se escuchara con claridad.
Lo que sí se escuchan ahora son sus palabras, manuscritas en una carta dirigida a sus padres y que por voluntad de ellos ha recibido la sociedad, que vuelve a contemplar atónita la muerte de un niño. Lástima que esas palabras que ahora truenan con fuerza, no se escucharan cuando debían haberse escuchado y por quien debieron hacerlo. Y mira que es difícil no hacerlo.
Las frases de los niños que se quitan la vida traspasan la barrera del sonido hasta desembarcar en un silencio pesado: “Estoy cansada de vivir” reconocía Aranzazu de 16 años antes de arrojarse de un sexto piso en Madrid; “Ser libre, oh, libre”, escribió Jokin de 14 años antes de acabar con su vida arrojándose por la muralla de Hondarrubia; “Papá, mamá, espero que algún día podáis odiarme un poquito menos”, escribía a sus 11 años Diego. “Papá, no crecí. No soy feliz. Adiós”, “Gracias a todos por hacerme ausente”, son las palabras de otros niños que decidieron quitarse la vida porque estaban hartos de ella. Y el eco de sus palabras silencian las nuestras, por muy diferentes motivos.
Los profesores, digan lo que digan, deben detectar estos casos porque se detectan, como se detecta una infección a través de la fiebre del paciente. Hay señales evidentes que, a no ser que uno esté ciego o mirando en la dirección equivocada, constatan el acoso escolar . Descubrirlas y advertirlas es parte del trabajo de los profesores y, si no lo hacen, están haciendo mal su trabajo. Y no valen excusas que solo sirven para autoexculparse de cualquier responsabilidad.
Cuando los profesores piden y exigen que se les reconozca su autoridad en el aula y en los centros escolares -obviando que el respeto suele ganarse y no exigirse- es porque quieren reivindicar que tienen mando en plaza y que lo que sucede en clase es su negociado. Y tienen toda la razón. El colegio es su territorio y lo que pase en él, su responsabilidad. Y cuando ocurre un caso como el de Diego, no pueden eludir su responsabilidad diciendo que no habían notado nada porque diría muy poco de ellos, y lo poco que diría, sería tremendamente negativo. Y ellos de responsabilidades saben, porque cuando un niño no hace sus deberes, tiene malas notas. Cuando un profesor no los hace, también. Y aquí alguien no ha hecho los deberes.
Lo más grave es que en el caso de Diego, como en muchos otros, no hay reválida, ni recuperación, ni repetición de curso. Lo único que hay es una vida suspendida del vacío y eso no se recupera de ninguna manera. Ahora podemos debatir sobre las consecuencias legales, si el suicidio de Diego puede entenderse como un delito contra la integridad moral, como recoge el Código Penal, o como un caso de inducción al suicidio, o dele usted las vueltas que quiera darle pero el final ya está escrito y no hay quien lo cambie.
Ahora entrarán en juego los abogados, las interpretaciones legales y un señor con toga. Y palabras, muchas palabras que escucharemos. Como dice uno de los personajes de la serie The Good Wife, ambientada en la vida cotidiana de los abogados inmersos en sus procesos judiciales, “la ley da a la gente muchas formas de ser mezquinos”. Nada nuevo, nada que no sepamos y, a pesar de ello, sorprende siempre que sucede. Ya saben, aquello de Montesquieu: “No hay mayor tiranía que la que se ejerce a la sombra de las leyes y bajo el calor de la justicia”. Y lo expuso en el siglo XVII. Todo un visionario. O eso, o que la condición humana cambia menos de lo que nos pensamos.
“Fue en España donde mi generación aprendió que uno puede tener razón y ser derrotado, que la fuerza puede destruir el alma y que a veces el coraje no obtiene recompensa”. Son palabras del filósofo y escritor francés, Albert Camus, que seguramente Diego, Carlota, Jokin y cientos de niños como ellos, cuyos nombres no hemos visto engrosando el titular de una noticia, no leyeron ni escucharon nunca y que ya no podrán hacerlo, a pesar de que le hubieran entendido mejor que muchos. Ese mismo Albert Camus que reconoció que “no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio”.
Vivimos en un tiempo en el que las palabras parecen perderse, desparecer en el bullicio, huir de nuestros sentidos.Y mientras unos llenan de palabras el vacío, otros vivirán en él. Andamos con una sordera preocupante y generalizada. El ruido de la calle no nos deja escuchar el verdadero sonido de la vida, la de verdad, no la que insisten en vendernos unos y otros. No hay peor sordo que el que no quiere oír, ni peor ciego que el que no quiere ver. Y así , no hay quien vuele una cometa.