Tengo para mí que el debilitamiento de la izquierda española y más concretamente del PSOE se debe, sobre todo, a la colonización (o invasión, o contaminación) que viene sufriendo desde dos flancos: 1) los nacionalismos periféricos; 2) la ideología políticamente correcta.
Lo políticamente correcto se ha extendido como plaga desde los EE.UU. a partir de los años setenta, pero la enfermedad ya existía al menos desde el final de la II Guerra Mundial. En efecto, ya en 1948, en su libro Las ideas tienen consecuencias, Richard Weaver escribió:
»Desde que el progresismo se convirtió en una especie de doctrina oficial, se nos ha advertido que conviene no afirmar nada acerca de razas, religiones o entidades nacionales, visto que no hay afirmación categórica que esté desprovista de suposiciones. En su lugar, debemos instalarnos en la periferia de las cosas y desde allí hacer gala de sensibilidad hacia la expresión cultural de todas las tierras y pueblos.
Según Anthony Browne, la corrección política es “una ideología que clasifica a ciertos grupos de personas como víctimas que necesitan protección”. Lo cual conduce a la defensa de la irresponsabilidad individual o, en palabras de André Lapied, “sólo los débiles merecen la pena y eso se traduce en la sacralización de los valores pretendidamente femeninos: dulzura, amor, paz, compasión. La exaltación del valor de las mujeres, como género y no como individuos”.
Bajo esa idea genérica de “defensa de las minorías” (donde se incluye a las mujeres, que son la mayoría de la Humanidad), sosteniendo que “los débiles” siempre tienen razón y dado que, además, nadie se atreve a poner coto dialéctico a las expresiones de esa ideología, ha ocurrido con ella lo que pasa siempre cuando una idea se autoproclama inatacable: que aparecen el desbarre en sus expresiones públicas y privadas y también el deseo de ejercer la censura contra cualquier opinión discrepante. Opinión que, de inmediato, es tachada de “machista” o de “racista”. En efecto, ambos calificativos son usados constantemente desde las trincheras de lo políticamente correcto.
Algunos ejemplos ilustran bien lo que se acaba de escribir:
La profesora de la Universidad de Duke, Miriam Cooke, ha defendido sin rubor alguno que Occidente debe mirar con simpatía la opresión bajo la que viven las mujeres en el mundo islámico, pues es la expresión del “ser” de esas mujeres en su entorno cultural, ya que –según Cooke- los occidentales carecemos de legitimidad para criticar esa situación.
Por su parte, Regina Austin, profesora en la Escuela de Leyes de la Universidad de Pensilvania, defiende la Teoría Racial Crítica, la cual sostiene que la distinción entre comportamientos acordes y no acordes con la ley es un instrumento de opresión de los blancos, por lo que la idea de una ley igual para todos resulta inadmisible. Y poco importa que esta mujer se fume un puro con las obras completas de Kant, Voltaire y Diderot. La verdad es que en esto tampoco es muy original, pues tras la II Guerra Mundial floreció en Italia una teoría que ya defendía “el uso alternativo del Derecho”, consistente en aplicar, por ejemplo, el Código Penal con deferentes penas según la clase social del encausado.
Esta invasión políticamente correcta ha llegado a cuestiones como la energía nuclear, la industrialización de los países más pobres, los alimentos transgénicos, las relaciones con ciertos grupos humanos y con el islamismo… y siempre defendiendo posiciones reaccionarias y anticientíficas. Aparte, claro está, de la invasión que desde el feminismo radical se viene ejerciendo contra los usos lingüísticos. Manipulaciones del lenguaje: palabras prohibidas u obligatorias, neologismos, circunloquios. Por eso, según Hughes (Political Correctness), la corrección política ha consistido, sobre todo, en “poner nombres o cambiarlos”.
En España, la proscripción sexista del lenguaje fue elevada a la categoría de Ley (artículo 33) y de inmediato produjo encontronazos con la Real Academia, que ya había protestado por la sustitución de «sexo» por «género» (una mala traducción del inglés), y el último -por ahora- de esos choques frontales lo protagonizó el catedrático y académico Ignacio Bosque, ponente de la nueva Gramática, cuando publicó «Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer», un trabajo en el cual se critican las recomendaciones de las «guías de lenguaje no sexista».
Tras analizar nueve de esas guías, el profesor Bosque llegó a una primera conclusión, en verdad, llamativa: en la mayor parte de esas guías no ha participado ningún lingüista. «Aunque se analizan en ellas -escribe Bosque- no pocos aspectos del léxico, la morfología o la sintaxis, sus autores parecen entender que las decisiones sobre todas estas cuestiones deben tomarse sin la intervención de los profesionales del lenguaje».
Con un mínimo de sensibilidad y de sentido común, el sexismo puede evitarse sin tener que recurrir a los corsés que pretenden imponer las políticamente correctas.