Jamás imaginé una maleta como imagen de sueños inconclusos. Será que últimamente viajo poco.
Lo que sí recuerdo es que cuando iniciamos un viaje, solemos meter en el equipaje aquello que más falta nos hace, que si tuviéramos que vivir sin ello se nos complicaría la existencia. Supongo que eso fue lo que pensó el padre del pequeño Abou cuando encargó a una mujer meter a su hijo de 8 años en una maleta para que cruzara la frontera de Marruecos con España, donde finalmente, y si todo salía bien, padre e hijo se reencontrarían. Pero el escáner de la aduana de El Tarajal truncó los planes de viaje y de futuro. El destino quiso que Abou no muriera en esa maleta, que era lo más probable si atendiéramos a la lógica. Pero como pensaba Machado, es absurdo denominar caminos a lo que en realidad son surcos del azar.
Hace 6 meses apareció un niño de 2 años en el interior de una maleta en las inmediaciones del apeadero de La Argañosa, en Oviedo. Su madre, una joven marroquí, se había enamorado de un español, esperaba un hijo suyo y el pequeño le sobraba. Así que decidieron matarle y meterle en una maleta. Quizá se inspiró en otro caso similar sucedido en 2010 en Mahón, que también terminó con el cuerpo sin vida de un niño embalado en una bolsa de viaje.
Empaquetar la vida en una maleta parece más habitual de lo que pensamos. Recuerdo la peripecia de un republicano español, Perico Cepeda, que cuando terminó la Segunda Guerra Mundial y quiso regresar a España, el régimen bolchevique no le permitió abandonar Rusia y el español intentó huir de Moscú en el baúl de un diplomático argentino hasta que le descubrieron y le mandaron a un gulag bajo la acusación de ser un enemigo del pueblo, ya que en la patria de Stalin no podía entenderse que un buen comunista quisiera abandonar el paraíso del proletariado.
En esa perfecta radiografía de la vida que son las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar, el emperador Adriano idealizaba un mundo donde «el más humilde de los viajeros pudiese vagar de país en país sin formalidades absurdas, sin peligros, seguro de encontrar en todas partes un mínimo de legalidad y de cultura». El sueño de Adriano resultó ser el sueño de una sakura, bello pero sin recorrido vital, como esa flor del cerezo japonés, tan bella como efímera, con una breve existencia de la que suele quedar tan solo el recuerdo.
No podemos imaginar lo que debe estar pasando un padre para meter a su hijo en una maleta
Es curioso porque hace unos días vimos a una madre de Baltimore corriendo a collejas a su hijo, al que había reconocido en unas imágenes de la televisión participando en una manifestación contra la violencia policial. No le hubiese importado molerle a palos si con eso impedía que una bala le matara como había sucedido con otro joven. Quería salvarle de una más que probable muerte, aunque eso supusiera que su hijo recibiera una lluvia de manotazos por parte de su madre y se ahogara en la vergüenza al ver como la reprimenda materna se había convertido en la imagen viral del día. Supongo que si hubiera tenido que meterlo en una maleta para sacarle de allí lo hubiera hecho, pero no le hizo falta. No podemos imaginar, aunque nos empeñemos en erigirnos en jueces de la actualidad y del comportamiento ajeno, lo que debe estar pasando un padre para meter a su hijo en una maleta y hacerle cruzar la frontera escondido en ella, a riesgo de morir asfixiado. El fantasma de la muerte desaparece ante la ilusión de una vida mejor, o sencillamente, de una vida. Pero es complicado de entender, sobre todo para los que no viajamos en el interior de una maleta, en los bajos de un camión o en un mísero cayuco, y el único riesgo que afrontamos es coger un avión de una aerolínea low cost cuyo copiloto esté en tratamiento psiquiátrico y decida estrellar el aparato contra una montaña.
Se está poniendo complicado abrirse al mundo. El viajar y cruzar fronteras se está convirtiendo en una iniciativa de riesgo extremo, sobre todo si no tienes donde caerte muerto o solo tienes una maleta como posible sudario.
«Je m’ appelle Abou». Fue lo primero y lo único que dijo Abou cuando abrieron la cremallera de la maleta a modo de cesárea y le sacaron de la trolley, como si fuera el útero materno dando luz a una nueva vida. Pero en este lado del mundo conocemos a Abou como El Niño de la maleta, el niño de 8 años que durante horas se hizo un ovillo para encajar su cuerpo en el equipaje de mano y viajar al paraíso que no era exactamente España, sino los brazos de su padre. Y le descubrieron. Y al sacarle de la maleta, alguien le hizo una foto y Abou miró al objetivo. Sus ojos no vieron a quien él esperaba sino a un fotógrafo que es el único que ha debido entender la verdad de su historia porque en la mirada de una persona es donde se guardan los mayores secretos. A Abou le han pixelado la mirada, le han tapado los ojos con una franja negra para que nuestros ojos no puedan violentar la intimidad y la dignidad de un menor cuando su imagen aparezca en los medios de comunicación. Y nos quedamos tan frescos porque supongo que así creemos que hemos hecho las cosas bien. La verdad es que no sé si lo hacen para ahorrarle a él la vergüenza o para evitárnosla a nosotros. Quizá lo que le tenían que haberle tapado eran los oídos para evitar que, nada más llegar a nuestro país, escuchase cómo medio mundo calificaba de Dios a un tipo bajito con cara de cabreo perpetuo y negado a la sonrisa cuyo único mérito es correr detrás de un balón como si no hubiera un mañana, o para que no escuche a otro con brillantes en las orejas diciendo que no mete más goles porque está triste ya que no se siente querido. Eso sí que debe atentar contra su dignidad y debería atentar también contra la nuestra.
No creo que Abou conozca a Yourcenar. Como mucho conocerá a Messi, Ronaldo y a toda la tropa, esos que el mismo día que él doblaba el espinazo para encajar su cuerpo en una maleta, se quejaban muy serios e indignados, como si les fuera la vida en ello, de que no se les respeta sus millonarios derechos de imagen y su parcela de poder. Pero estoy segura de que al verse con la mirada escondida en las fotos, Abou compartirá con la escritora el final de sus Memorias de Adriano: «Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos…». Para cerrarlos y no ver el mundo real, ya están otros.
No entendemos lo que nos pasa y eso es lo que nos pasa. Lo dijo Ortega y Gasset pero bien podría haberlo dicho Abou. Quién sabe. Quizá este domingo por la tarde la mirada deshabitada de Abou aviste algún partido de fútbol. Lo que está claro es que ellos no le verán a él porque tienen la mirada habitada de otras cosas y puesta en sus derechos de imagen,… que es que también nosotros tenemos unas cosas…