Dejamos ya claro la semana pasada que el número de los necios es infinito , y hoy tenemos una oportunidad perfecta para seguir ahondando en el propio concepto de la necedad. Nuestro invitado de esta semana es el necio Juan Carlos Monedero (Madrid, 12 de enero de 1963), de profesión politólogo y de vocación salvapatrias.
Solo con la profesión ya llevaría bastantes puntos, puesto que dedicar la vida a estudiar la teoría y práctica de los sistemas y comportamientos políticos, habiendo actividades mucho más gratificantes y entretenidas, como ver secarse la pintura, es para hacerse un chequeo. Pero como el ser humano varón jamás alcanza la adultez mental antes de los 35 años (muchos, por desgracia, tardan el doble), es precipitado juzgar como necio a un hombre por la elección de sus estudios o su carrera, que siempre se realiza antes de tener juicio para poco más que para abrir una lata de espárragos, tunear el coche o cortarse el pelo con un orinal.
Servidor de ustedes, que de las ciencias políticas solamente está interesado en el día en que hagan un psicotécnico antes de permitir votar, no tiene nada contra los politólogos. Me empiezo a preocupar más cuando los politólogos dejan de estudiar desde fuera y se lanzan al ruedo. Es el equivalente científico de un estudioso de los bonobos lanzándose desde lo alto de su atalaya de observación al centro de un claro congoleño para copular y arrojarse heces con los simpáticos primates. Observar las cacas volar desde una distancia prudencial y ponerse a tiro de cholcha (o de chorra) de un Pan Montoribus son dos juegos completamente distintos. Para el segundo, hay que estar definitivamente mermado de todo sentido común o dotado de una jeta de adamantium, bolsillos hambrientos y una escasez de vergüenza comparable a la de la Gran Hambruna Irlandesa de 1845.
¿Por qué cambiar el mundo cuando puedes cambiar la encimera de la cocina?
Dedicarse a la política es actividad sospechosa, ya que hay que ser un ladrón o un insensato. O bien lo haces por lucro personal, lo cual es respetable mientras no te pillen, o bien lo haces porque quieres cambiar el mundo, lo cual es aún más sospechoso. ¿Por qué quieres cambiar el mundo? ¿No te vale con cambiar la encimera de la cocina? En Ikea las hay por metros, muy baratas, y de paso puedes practicar con tu pareja toda la emoción de un debate parlamentario, sobre todo si vas un sábado por la tarde. ¿Es por el poder? Si es por el poder, apañado vas. La carrera que tenías que haber elegido era Económicas, especialidad Administración Bancaria, o haberte colocado en forma espérmica en los testículos de Emilio Botín hace cuatro décadas, para asegurar. ¿Es por ver tu foto en carteles pegados por toda la ciudad? En ese caso haberte hecho cantante de electro latino, que además tienes la ventaja de que los pegan todos los veranos, no una vez cada cuatro años. ¿Es por el dinero? ¿Tú has visto lo que gana un político HONRADO? Nadie válido, inteligente, cuerdo y honrado se dedica a la política.
Así que, Juan Carlos Monedero era un insensato cuando saltó al ruedo a tomar el cielo por complementarias. De la mano de su amigo Pablo, su fiel escudero (o era al revés), amparados por la idea de la revolución gloriosa bolivariana antiimperialista democrática, que garantice la autonomía nacional, autosostenible, ética y equitativa. No sé si fue antes o después del salto que Juan Carlos Monedero se dio cuenta de que aquí no había nada que repartir al pueblo mas que aquello que del mismo pueblo salía, y que el único petróleo que puede hallarse en la piel de toro es el que uno mismo saca de sus propias narices tras inserción de índice. Cuando Monedero alzó la cabeza y abrió la boca para preguntarse en voz alta si había errado, ya tenía una hez del Pan Cebrianus en plena cara y la chorra inquisitiva del Pan Montoribus a mitad del recto.
Para cuando quiso darse cuenta de su necedad e intentó lanzar a su vez (en rueda de prensa tardía) unas cuantas heces a los maravillosos nuevos amiguitos que había hecho en el claro congoleño, Monedero ya había perdido la partida. Todo el mundo lo supo menos él, pues pocas veces el necio derrotado es el primero en enterarse.