Tiene que ser duro nacer para ser el creador más amado de este y todos los universos conocidos, y convertirse en un villano caricaturesco y ruin que, desde lo alto de una enorme montaña de dólares, micciona alegremente sobre los ilusionados rostros de los aficionados que miran hacia arriba extasiados.
Cuando el pequeño George era tan solo un estudiante de cine que escribió un guión sobre un tal Luke Starkiller allá por 1975, no tenía ni la más remota idea de que su obra iba a ser probablemente una de las más influyentes de todos los tiempos. Claro, que no era suya del todo. Los diseños de Ralph McQuarrie, un nombre que gran mayoría de los aficionados jamás han oído mencionar, fueron absolutamente imprescindibles para fijar en los aficionados una imaginería galáctica que quedaría para siempre. Vean películas de ciencia ficción setenteteras y comparen con el diseño de producción de Star Wars: A New Hope (1978) y díganme qué tal han envejecido los demás.
El pequeño George comenzó la década siendo un ser humano y emergió en los ochenta siendo un dios entre los hombres. No le tendremos en cuenta que fusilase el guión de La Fortaleza Escondida de Kurosawa o saquease a Tolkien y a Joseph Campbell sin ambages. Lo que logró aquel equipo fue milagroso, mágico.
George el Dios supo pronto que uno no puede estar a la altura de sí mismo, porque en lo que estira los pies para parecer más alto es fácil tropezar. Por eso delegó en un recién llegado Lawrence Kasdan y en un trotado Irvin Keshner la shakespeariana continuación de la saga, e hizo muy bien. Rematadamente bien, incluso, pues el esfuerzo de grupo devino en una de las mejores películas de todos los tiempos. El Imperio Contraataca (1980) era la insuperable sublimación del fondo y la forma en el cine. Tanques con patas, padres ausentes, gnomos mágicos. Texto y subtexto.
Luego a George el Dios le empezó a picar el bolsillo. O quizás escuchó a algún ejecutivo que le dijo: Cuantos más muñecos que les gusten a los niños, mejor. Y dijo Lucas: háganse los Ewoks, y vio su cuenta de resultados y pensó que eso era bueno.
Entonces fue cuando George el Dios se convirtió en Lucas, el necio avariento.
¿Cuánto dinero es suficiente? ¿Cuántos aviones privados o casas de veraneo en Honolulu son capaces de llenar tu alma? La respuesta que daría un sabio es sencilla: Ninguno. La respuesta que dio Lucas el necio avariento fue: Todos. Así que comenzó a remasterizar y retocar, a cambiar las cosas para que se adaptasen a su visión, cobrando doble en el camino por un esfuerzo ya hecho y unos logros que nunca alcanzaría a repetir.
Todos le dimos tiempo. Le dimos nuestros bien ganados euros. Lo compramos todo. Porque sabíamos que volvería. Que podría arreglar las cosas. Incluso aunque su hipocresía nos doliese. Incluso aunque afirmase en 1988 que “La gente que altera o destruye obras de arte son barbaros”, solo para cinco años después decirnos que Han Solo disparó después.
Luego nos dio a Jar Jar Binks. Y a Jake Lloyd. Y los midiclorianos. Y al capitán Panaka urdiendo una estratagema. Y a Hayden Christensen. Y el Noooooo de Darth Vader. Mintió diciendo que el CGI de Yoda era mejor que la auténtica marioneta de Henson. Puso alienígenas en Indiana Jones. Necio, soberbio y avariento.
¿Lo hizo por dinero o por cabezonería, o una mezcla de ambas? ¿Por qué no escuchó a nadie en el camino? ¿Quería dejarnos claro que el gato era suyo y se lo follaba cuando quisiese? No lo sé. A mi nunca me despertó el odio acérrimo que generó en millones de personas. Solo me produce ternura, ganas de abrazarle y de decirle que todo estará bien.
El día en el que vendió los derechos de su obra a Disney por 4000 millones de nada (calderilla que equivale a la recaudación bruta de taquillas y merchandising de las próximas dos películas de Star Wars).
Visto en retrospectiva, nunca existió George el Dios. Solo un tipo corriente que tuvo una buena idea y que se rodeó de la gente adecuada. Después surfeó una ola mucho más grande de lo que podía manejar, hasta acabar despeñado contra las rocas.
Le imagino ahora en un rincón del gigantesco y vacío rancho Skywalker, subido a una mecedora hecha con restos de droides y envuelto en los ropajes de Amidala, con un tazón de leche de bantha en la mano, meciéndose lentamente y pensando… ¿por qué, oh, por qué no me amaron?
George Lucas, necio. Star Wars era esto.