Con MasterChef Junior de nuevo en nuestras pantallas regresa una discusión que ha tomado varias formas a lo largo de los años. Primero fueron los niños actores, después su participación esporádica en programas infantiles, la llegada de los realities y, ahora, los programas de competición de larga duración. Una carrera extensa que siempre ha ofrecido la sensación de estar caminando por el filo de la navaja.
Una de las grandes diferencias entre el cine y la radio era que en la segunda los niños podían no serlo. Actores, o más comúnmente actrices, podían modificar su voz para que pareciera estar hablando un niño. Un truco al que años más tarde recurriría el doblaje de animación. Pero claro, dependía de que nadie tuviera que ver al actor. En teatro lo más habitual era que intérpretes de una edad ocuparan esos papeles infantiles. Al fin y al cabo dentro del pacto con el espectador se podía estirar esa edad.
Pero el cine era otro asunto. Igual que lo acabaría siendo la televisión. Ahí tenías que ver, y tenía que quedar claro. Quizá los veinteañeros pudieran pasar por adolescentes pero estaba claro que los niños eran niños. Peor aún, casos como el de Jackie Coogan, un niño actor de la época del cine mudo que al crecer descubrió que sus padres se habían gastado el dinero que había ganado con las películas, demostraban que la protección tenía que ir más allá del momento de la grabación.
Por supuesto esto ayudó a que en Estados Unidos aparecieran pronto leyes sobre lo que podían y no podían hacer los niños actores. En realidad era una extensión de las leyes laborales que se centraba en el trabajo infantil. Había cosas que se permitían: Repartir periódicos, trabajar en granjas y, por supuesto, la industria del espectáculo. Aunque no en todos los estados fueran iguales las leyes. Algunos como California tenían un extenso cuerpo de leyes debido a su preminencia, en otros como Mississippi o New Hampshire directamente no se contempla que puedan trabajar en ello, ni siquiera siguiendo la excusa de los Contratistas Independientes que usan muchos estados para justificarlo. En otros se permite de manera limitada y, en ocasiones, muy particular. Como en Idaho que solo permite que trabajen de modelos poniendo restricciones a los horarios para hacerlo o en Nevada que se centran sobre todo en los niños que puedan trabajar en los casinos -y solo dentro de espectáculos-. Aunque no son leyes inmutables. En Pensilvana las cambiaron en 2012 después de que un político escuchara la entrevista de un antiguo niño actor hablando de sus problemas y necesidad, algo que le llevó a proponer una ley que incluía la llamada Cláusula Coogan que obliga a los padres a meter parte de las ganancias de los niños en un fondo para su futuro.
Esta legislación sobre la gestión del dinero del menor se une a las que establecen los turnos de rodaje, el máximo de horas en plató y los días en los que pueden actuar o los refuerzos pedagógicos que tendrán que ofrecer superada cierta cantidad de horas de rodaje a la semana. Además, por supuesto, de los descansos y horarios que deberán cumplir los actores jóvenes. Un conjunto de normas para intentar defenderlos. Como siempre, con suerte desigual.
Historia de una controversia
Por supuesto la realidad de la existencia de estos niños actores ha sido siempre controvertida. Quizá porque frente al profesionalismo que existe en la contraparte británica los estadounidenses parecen siempre al borde de la locura. Lo que sirve para que algunos medios tengan secciones específicas para niños actores y también para que se oigan voces de manera habitual sobre esta práctica. Listados que nos recuerdan aquellos que acabaron en esa figura que tanto gusta usar en los programas de dramatismo extremo, los juguetes rotos, y que los usan para explicar por qué no se debería permitir.
Otras voces tratan de explicar que no es tan terrible y que no debería haber problema siguiendo unas reglas. Y, por supuesto, también hay antiguos actores infantiles dispuestos a compartir sus experiencias, gente como la actriz Mara Wilson que tratan de explicar lo que ocurre con los niños actores desde la perspectiva de alguien que ha pasado por ello.
Pero parecía inevitable que se usara a niños actores para reflejar con normalidad la existencia de niños en la vida real. Lo único que parecía hacer falta era que se cumplieran una serie de normas. Normas que hacían la vida más difícil a los productores y les obligaban a tomar medidas creativas. Pero normas puestas por buenas razones. Algo que se extendía a los niños que participaban en programas infantiles de no ficción, programas contenedores para niños o concursos indicados para ellos. Durante una época con la coartada de la divulgación, durante otra con la excusa de que un niño concursante solo participaba una vez de manera que no debía realizar más que una grabación y que, en tanto que concursante, no era un trabajador.
Entonces llegaron los ‘realities’. Esas excusas usadas para los concursos pasaban a convertirse en atajos legales. Los niños, decían, no eran objeto de grabación sino que estaban ahí y se les filmaba como parte del paisaje. Algo que pronto quedó claro que era falso. Y ahí volvieron a alzarse voces. Reclamando una protección que los niños de estos programas no tenían, analizando las consecuencias que para ellos tenía aparecer, cargando contra los padres que les metían en estos berenjenales o , simplemente, quejándose del tratamiento que recibían.
Con la multiplicación de los ‘realities’ y sus escándalos parecía claro que nada bueno iba a salir de ahí. Ni de los programas teóricamente más familiares como 19 kids and counting o Jane plus eight (y todas sus versiones anteriores), ni de otros más descaradamente explotativos como Toddlers & Tiaras o su spin-off incluso más sórdido: Here Comes Honey Boo Boo. De hecho, los múltiples problemas con este último fueron uno de los toques finales para convencer a las cadenas de que no podían seguir desoyendo las quejas de las asociaciones de telespectadores. Y eso solo cuando ya habíamos tenido que soportar la existencia de niños que decían tener poderes de medium o niños que ejercían de pastores evangelistas. Y quizá gracias al desastre de audiencias que supuso la muy alocada idea Kid Nation.
Un programa creado en 2011 para la CBS que presuponía que se podía dejar a una panda de niños sueltos en una ciudad fantasma y no iba a pasar nada que recordara a, digamos, El señor de las moscas. Una idea complicada de aceptar que se vio reforzada por las investigaciones de los medios y sus descubrimientos sobre lo lejos que parecían haber decidido llegar. Hasta el punto de que hablar de explotación infantil pasó a convertirse en una discusión habitual dentro de los problemas de los ‘realities’. Uno que merecía incluso análisis universitarios desde el punto de vista legal existente.
De la controversia a la realidad legal
Una discusión tan común que acabaría ramificando por dos lados. Por uno, se extendería la controversia sobre el trabajo infantil a zonas en las que no se había discutido hasta el momento como los programas concurso -algo a lo que ayudaba tanto la aparición de ¿Sabes más que un niño de primaria? como el inicio de la proliferación de los llamados talent shows, tanto en formato de programas de preguntas para niños- genio como en los de actuaciones artísticas como serían Menudas estrellas o Eurojunior por poner dos ejemplos cercanos- o los programas deportivos, es decir, la emisión de eventos deportivos jugados por menores como el Hockey Junior (con una edad estimada para sus participantes de entre 16 y 20 años) o la Little League de baseball (11 a 13 en este caso) que traían quejas sobre la explotación y comparaciones con otras competiciones con límite legal de edad como los Juegos Olímpicos. La segunda, casi en sentido contrario, sería la proliferación de un nuevo tipo de programa protagonizado por niños. El talen show de larga duración con eliminación en cada programa.
El caso más singular es, sin duda, el de MasterChef Junior. Una competición que se convierte en éxito de audiencia en cualquier país en el que se emita y que, casi igual de inmediato, hace que surjan las quejas. Algo que ocurrió cuando en 1994 los creadores del formato original británico decidieron hacer la primera intentona de esta versión, algo que volvería a suceder cuando los australianos adaptaran el formato en 2010 provocando por un lado la mejor y más didáctica versión de la que ya era la más didáctica y centrada en el aprendizaje de la cocina, sus técnicas y alimentos, y por otro que no pasara de la segunda temporada precisamente por esas quejas sobre la explotación infantil que desde el programa intentaban combatir como podían. Pero mientras salían voces que aseguraban que todo estaba preparado -como siempre ocurre- se preparaba el desembarco de la versión estadounidense.
Un desembarco que no sería fácil porque las cadenas aún andaban con precauciones tras lo sucedido con Kid Nation, pero que con su estreno en 2013 acabaría creando todo un fenómeno. La primera versión del programa en su variedad USA tendría tanto éxito que cuando empezaron a preparar la siguiente temporada prepararon dos del tirón. La segunda, que se emitiría entre noviembre y diciembre de 2014 y la tercera, emitida entre enero y febrero de 2015; con apenas tres semanas entre la emisión del final de una y el comienzo de la otra. No solo eso, el tirón que aún le quedaba sirvió para que en este mismo 2015 se emitiera otra temporada más, la segunda del año y la cuarta en total, actualmente aún en emisión.
Un éxito que animaría además a otros programas bien conocidos a reinventarse con jóvenes, como ha sido el caso de Project Runaway Junior, que comparte con MasterChef esa parte de su título que parece haberla convertido en un éxito. Y que ha creado una nueva necesidad sobre la aplicación de las leyes de trabajo infantil y su extensión a esta nueva modalidad. Incluso dejando de lado las discusiones éticas sobre si es diversión para los chavales o explotación de uno u otro tipo, el dinero que está claro que gana la cadena parece obvio que debe revertir de alguna manera en los jóvenes concursantes y, por eso mismo, encuadrarse dentro de una actividad que permita la gestión de esas ganancias.
Quizá podríamos centrarnos en esos aspectos éticos más que en la prosaica realidad legal y su vertiente económica, pero parece claro que -como en el caso de los niños actores- poco más se puede hacer más que protestar y procurar que tengan las mejores leyes posibles y se les apliquen. Es difícil de calcular cuánto durará esta nueva moda de programas, sobre todo viendo el éxito tan inesperado que en el primer MasterChef Junior español no tenían ni previsto sacar un libro de recetas.
Algo corregido en cuanto vieron el éxito del mismo y el potencial de venta que tenía esta otra franquicia. Así que, de momento, parece que nos encontramos con el mismo caso de los niños actores. Tenemos que elegir entre limitarnos a protegerlos -al menos hasta que encuentren las vueltas a las leyes- o hacerlos desaparecer de televisión. Habrá que ver por cuál se decanta el público, y no creo que tardemos mucho.