Albert Rivera, interlocutor aceptado tanto en la dirigencia del PP como en la del PSOE, sería una solución válida, incluso idónea, para salir del endemoniado barrizal en que el resultado electoral del 20-D ha metido de cabeza a España.
Dos hechos se han puesto de relieve desde entonces, hasta el punto de alarmar a buena parte de los españoles y de las instituciones e individuos que encaminan o desvían a unos países u otros las inversiones internacionales: Mariano Rajoy consumirá su periodo de tiempo legal sin conseguir apoyos parlamentarios suficientes –como habría reconocido el propio Rey Felipe ante un grupo de parlamentarios canarios-, y Pedro Sánchez no logrará seguramente articular lo que él llama un “Gobierno de progreso”.
Además, la fórmula Sánchez estaría constituida por un potpourri de socialdemócratas, socialistas radicales, comunistas decididos a renegar de las leyes de mercado en que se mueve la economía occidental, gentes con odio declarado a la Constitución que hoy protege a España, y otras que pugnan por destrozar la estructura del país a través del independentismo. En suma, una locura similar a que una empresa anuncie su intención de distribuir sustanciosos dividendos a sus accionistas el mismo día que se declara en quiebra y la interviene el juez.
Nuevas elecciones, ¿para qué?
Una vez constatados ambos fracasos, además de la sensación de desaliento y fatiga que está invadiendo a la sociedad en su conjunto, sólo se maneja como salida del laberinto la convocatoria de nuevas elecciones, sin que nadie se atreva, sin embargo, a apostar en público que tal fórmula vaya a dar paso a un Gobierno estable. Los primeros asomos de encuestas que están en marcha hablan de un posible crecimiento del PP hasta los 140 escaños, y de una subida de Podemos a costa de otro bajón socialista. Ambas cosas dejarían todo como está. O peor. Sobre todo, quedaría en el aire la gran pregunta: ¿Si se llega a otras tablas, qué hacemos después…?
El futuro de nuestra patria depende de que la clase política procedente o heredera de la Transición recupere la olvidada generosidad que en el pasado dio lugar a consensos entre adversarios tan enfrentados como los de hoy. El principal, los llamados Pactos de La Moncloa. Los tiros no irían necesariamente en esa dirección en las actuales circunstancias, sino en otra mucho más primaria en inicio, pero que podría, consolidada mediante un diálogo constante, derivar en algo muy parecido a la bendición que fueron aquellos pactos.
Necesitamos ética y talento
Imaginémoslo: jerarquías de elevado nivel del PSOE y del PP, conscientes del embudo que nos asfixia, deciden sentarse a negociar un desatasco de la cloaca en que hoy chapoteamos. Miran alrededor, ¿y qué pueden ver?
Sólo una formación, Ciudadanos, se ha ofrecido a ambos partidos como puente desinteresado –con el único límite de no facilitar parcelas de poder a quienes pretenden, y además lo anuncian, cercenar este fenómeno histórico que es España- para apoyar una de las dos salidas: la de derechas; y otra, socialista, pero coherente con lo que esa ideología ha significado históricamente en la España moderna, con la excepción de unas cuantas tonterías muy costosas de José Luís Rodríguez Zapatero. Pero su generosa oferta puede devenir estéril por la ausencia de oídos razonables y de suficiente altura de miras en los vértices de las dos estructuras mencionadas.
Y eso, a pesar de que Rajoy sabe que no logrará mayoría y, por tanto, no repetirá mandato. Asimismo, Sánchez ha de ser consciente –y, si no, peor, porque traiciona a quienes le llevaron hasta donde está- de que su fórmula es un disparate de principio a fin, en el remotísimo caso de que consiguiera articularla.
Pero otra aventura electoral conduciría casi seguro a salir de Guatemala para meterse en Guatepeor y, más que probablemente, a una insoportable frustración de toda la sociedad, harta de enviar a su clase dirigente mensajes de que dialogue y se entienda. Es evidente que no nos referimos a la minoría integrada en el anarquismo o en el separatismo, así como los marginales y los antisistema.
¿Qué queda, pues?
La “salida Ciudadanos o salida Rivera”. Provisional, para un año o dos, durante el cual los españoles tendrían ocasión de recomponer su serenidad y recobrar la autoestima. Se podría abordar reforma constitucional que, al parecer, es tan deseada. Se frenarían los secesionismos, se cerrarían los caminos que aún queden abiertos a la corrupción, con lo que se ajustaría la regeneración democrática pendiente. Ciudadanos y la nueva hornada del PP, presididos por Rivera, concertarían la reforma de la Ley Electoral para acercar nuestras obsoletas reglas a la realidad igualitaria que significa “una persona, un voto”, y se perfilarían acuerdos para otras medidas urgentes e imprescindibles.
Todos ganan, nadie pierde
Rajoy no se retiraría humillado puesto que no cedería el paso al adversario ideológico que, al fin y al cabo, sufrió un vaparalo comicial aún mayor que el suyo, sino aceptando la ley de las mayorías, como exigen nuestras normas de convivencia. Al fin y al cabo, daría paso –como sacrificio en el altar de nuestra estabilidad- a un joven que ha sabido granjearse el respeto general en muy escaso tiempo y cuyos valores representan una síntesis moderada de los encarnados por las alas más moderadas de la derecha y del socialismo. Lo más fructífero de su legado quedaría a salvo, y contribuiría a un imprescindible cambio de la imagen pública de una clase política casi abominada por la gente de a pie.
¿Qué argumentos se podrían invocar con Pedro Sánchez para defender esta opción…? Uno) no ha ganado las elecciones sino obtenido el peor resultado de la historia moderna de su partido; dos) su proyecto de progreso, aparte de probablemente inviable, suena más a enfermedad que a cosa razonable y daría inevitablemente lugar a una guerra civil en el PSOE (al menos, en el PSOE); y, tres) ese gesto desprendido quizá le permitiría continuar su mandato en la Secretaría General, mostrar un talante de hombre de Estado –que ahora mismo ni se le supone- en las reformas a abordar en el inmediato futuro, y tal vez ganar las siguientes elecciones como cosecha por una buena siembra. Al fin y al cabo, en nada le humillaría esta salida: no gobernarían Rajoy ni el PP (lo que él ha repetido mil veces que no permitiría) al ser un centrista de Ciudadanos, con el que en apariencia siempre se ha llevado bien, quien presidiera un Gobierno de gestión con voluntad de buscar arreglos de sesgo conciliador. Todas estas cosas nos colocarían entre las naciones más avanzadas de Europa entre las que casi –sólo, casi- llegamos a estar.
Con la solución que apuntamos, ambas partes podrían declararse vencedoras, lamerse las heridas y dejar que cicatricen para intentar ganar el siguiente asalto electoral.
La mayoría de los españoles podríamos volver a soñar.