¿Segunda Transición? Quienes vivieron la primera rechazan la comparación

Rivera e Iglesias quieren impulsar un proceso de reformas similar al pactado, entre otros, por Suárez y Carrillo.

• Miquel Roca: «Las características son muy distintas a las de hace 40 años. Entonces había que construir un estado democrático, hoy se trata de reformar ese estado… La distinción es clara, evidente».
• Juan Luis Cebrián: «La Transición española fue la reconciliación entre los hijos de los vencedores y los hijos de los vencidos, una experiencia que quien no la vivió no la puede comprender bien emocionalmente».
• Fernando Ónega: «Entonces había una ilusión colectiva y un proyecto de país del que participaba no sé si el 100% de la gente, pero sí una amplia mayoría. En este momento eso no existe».
• José Carrillo: «No hay parecidos entre un paso de una dictadura a una democracia y el periodo de cambios más o menos profundos que puede surgir a partir de este momento en España».
• Joaquín Leguina: «¿Segunda Transición? ¿Hacia dónde? Aquí tenemos la costumbre de deshacerlo todo cada 25 o 35 años y ya nos hemos suicidado bastantes veces».

Los niños eran instruidos en educación política en las escuelas, las mujeres no podían abrir una cuenta bancaria y la música y el baile estaban proscritos en Semana Santa. Decenas de exiliados llevaban décadas sin poder regresar a su país, no existían las libertades de expresión, asociación o reunión y las parejas tenían que presentar la partida de matrimonio en el hotel si querían alojarse en la misma habitación. La memoria colectiva parece haber borrado lo que era la sociedad española hace 40 años, cuando inició el proceso de transición a la democracia que alumbró el régimen de libertades hoy vigente.

El país desmontó en tiempo récord y de forma pacífica la minuciosa arquitectura construida a lo largo de 36 años de dictadura, diseñando un sistema garantista que ha proporcionado a España una de sus más largas épocas de paz y prosperidad. Treinta y siete años después de aprobarse la Constitución de 1978, el sistema da síntomas de agotamiento y muchos actores políticos hablan de la necesidad de abordar una Segunda Transición que lo regenere.

¿Cabe hacer esa comparación? ¿Se aprecian paralelismos entre los desafíos que hoy afronta España y los que sobrevinieron entre 1975 y 1982? ¿Se avecina un proceso político similar? No, a juzgar por quienes vivieron desde una posición preeminente la Transición genuina, que rechazan el grandilocuente discurso de quien hace esas analogías, principalmente los líderes de Ciudadanos y Podemos. Los retos actuales son grandes, pero nada tienen que ver con los de entonces.

Roca, sobre el conflicto catalán: «Apelo al consenso, hay que evitar planteamientos de todo o nada y sentarse a hablar»

“Las características son muy distintas a las de hace 40 años, entonces había que construir un estado democrático, hoy se trata de reformar ese estado… La distinción es clara y evidente”, reflexiona Miquel Roca, uno de los siete padres de la Constitución. Roca fue clave en la integración del nacionalismo catalán en el consenso constitucional y explica que su postura “siempre ha sido defender que la Transición es un proceso permanente, porque siempre estamos transitando hacia algún lado”. Así, “primero hubo que pasar de la dictadura a la democracia, luego de la democracia a Europa, luego a saber ser parte efectiva de Europa… Siempre caminamos hacia nuevos horizontes, hacia nuevas responsabilidades”.

Roca admite que la crisis abierta entre una mayoría de diputados de Cataluña y el estado español es la principal vía de agua en el sistema que ayudó a crear. “Yo me siento muy orgulloso de haber contribuido desde el nacionalismo catalán a conformar un Estado de Derecho con los poderes tan distribuidos; ahora hemos de ser capaces de regenerarlo”, indica. Sabe que la situación “parece difícil, pero también lo parecía hace 40 años, lo que es una realidad es que no hay progreso sin pacto, el pacto es la llave del progreso”. Por ello, “hay que evitar los planteamientos de todo o nada, porque suelen traducirse en nada; no conozco casos en que eso haya terminado bien”.

“Apelo al consenso”, concluye Roca: “Será difícil, porque muchos puentes se han roto, pero hay que reconstruirlos, hace 40 años la gente se sentó en torno a una mesa, respetó al adversario político, le comprendió. Así se fueron generando escenarios de coincidencia, que muchas veces eran puntuales o mínimos, pero se fue avanzando. Claro, para eso hay que sentarse, comprender y respetar al rival”.

La deconstrucción de un régimen

En efecto, a los pocos meses de morir Franco comenzó la deconstrucción de aquella España en blanco y negro surgida tras una cruenta Guerra Civil. No fue fácil, porque había posiciones de partida a priori irreconciliables, con la Confederación Nacional de Excombatientes agrupando al franquismo más irreductible, que se negaba a cualquier aperturismo, y la oposición aún ilegalizada clamando por un proceso rupturista. Juan Carlos I, proclamado Jefe del Estado a los dos días de fallecer el dictador, no pudo desembarazarse del presidente del Gobierno heredado, Carlos Arias Navarro, hasta que se acreditó su incapacidad para el cargo y lo relevó por Adolfo Suárez.

La Transición estuvo plagada de hitos simbólicos irrepetibles, como el regreso de exiliados o la legalización del PCE

Era julio de 1976 y ni el Rey ni Suárez gozaban de apoyos y legitimidad suficientes como para pensar que su empresa tendría éxito. Pero se movieron con audacia, gracias en parte a la labor de Torcuato Fernández Miranda, presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, que vio cumplida su determinación de caminar hacia la democracia “de la ley a la ley pasando por la ley”. La amnistía para presos políticos, la legalización del PCE y la aprobación del proyecto de Ley para la Reforma Política fueron los síntomas inequívocos de que el proceso se iba encauzando, aunque quedaran horas y horas de negociación por delante y numerosos sobresaltos por superar.

Ningún hito parecido puede tener lugar hoy. “El país es muy diferente. Antes se trataba de construir una democracia y ahora en todo caso se trata de reformar algunos aspectos de la democracia. Ya veremos cuáles y ya veremos cuántos”, opina Fernando Ónega, jefe de prensa de Suárez en la Transición. Ónega fue el ideólogo del “puedo prometer y prometo” que el expresidente del Gobierno hizo célebre en sus discursos y advierte de la diferencia fundamental entre la coyuntura actual y la de hace 40 años: “Entonces había una ilusión colectiva y un proyecto de país del que participaba no sé si el 100% de la gente, pero sí una amplia mayoría. En este momento eso no existe”.

Para el periodista gallego, ni los retos son ahora tan mayúsculos ni se da el caldo de cultivo para alcanzar grandes consensos. Un contexto que sí detectó en 1975-76, cuando “el sentimiento dominante era el de querer pasar de una dictadura a una democracia, sobre ese objetivo luego había quien pensaba en la reforma y había quien pensaba en la ruptura, pero el cordón umbilical de todo aquello era la construcción de la democracia y así pudo emprenderse un proceso de esa envergadura”. Las primeras elecciones libres desde la Segunda República y la firma de los Pactos de la Moncloa, ambas en 1977, desbrozaron el terreno del consenso constitucional que sería suscrito un año después por las principales fuerzas políticas y avalado por el pueblo español en referéndum.

«El final de la Guerra Civil»

Fueron siete años de una gran intensidad política y social, trufados de momentos irrepetibles. Hechos de un simbolismo tan especial como los regresos del exilio de Rafael Alberti, La Pasionaria, Josep Tarradellas o Claudio Sánchez-Albornoz. “Nos hemos matado ya demasiado; entendámonos”, rogaría este último, presidente de la República en el exilio de 1962 a 1971, a su retorno de Buenos Aires. Y es que la llama de la guerra seguía muy viva, entre otras cosas porque el franquismo se había encargado de que así fuera durante décadas de ensalzamiento de la “victoria” y la “cruzada nacional”.

Lo recuerda Juan Luis Cebrián. “La Transición fue el final de la Guerra Civil. Franco mantuvo viva la llama de la contienda durante 40 años, era algo que pertenecía a la experiencia vital incluso de los que no la habíamos vivido como tal porque habíamos nacido después de que ocurriera. Y la Transición española es la reconciliación entre vencedores y vencidos, o más bien entre los hijos de los vencedores y los hijos de los vencidos. Esta es una experiencia que el que ha tenido la suerte de no vivirla no la puede comprender bien, como emoción vital, aunque la comprenda intelectualmente”, expone el periodista, jefe de informativos de RTVE en 1975 y director de El País -uno de los grandes referentes intelectuales de la Transición, si no el mayor- de 1976 a 1988.

Cebrián rememora los momentos emblemáticos de aquella época, en contraste con lo prosaico de la actual: “Ver a una persona como La Pasionaria participar en la primera Mesa de las Cortes democráticas como diputada de mayor edad… Que La Pasionaria era considerada no el diablo, sino la corte de todos los diablos por la derecha española. O ver el acuerdo entre Carrillo y Fraga, el retorno del exilio de personajes como Alberti… Fue una recuperación histórica sin precedentes y que no tiene nada que ver con lo de ahora”.

La Pasionaria y Alberti, en el Congreso de los Diputados en 1977.

Albert Rivera y Pablo Iglesias no hablan de cambio de régimen, pero sí emplean una dialéctica solemne que quiere plantear el símil referido. “Nos estamos jugando una nueva época, nos estamos jugando una nueva era, nosotros pensamos que España está viviendo una nueva Transición”, reitera a menudo el líder de Podemos, que incluso acaba de publicar un libro donde recoge esos pensamientos, titulado precisamente Una nueva Transición. Hasta hace poco, su formación abogaba por un proceso constituyente que negociara una nueva Carta Magna, postura que ha matizado para hablar ahora de “momento constituyente” y conformarse con reformas estructurales de calado.

Iglesias: «España está viviendo una nueva Transición»; Rivera: «Vamos a una segunda Transición más ciudadana»

Rivera, presidente de Ciudadanos, adopta un lenguaje similar. “Creo que vamos hacia una Segunda Transición más ciudadana”, viene declarando desde hace años, al tiempo que se ofrece para impulsar nuevos consensos y una reedición de los Pactos de la Moncloa. “Esa Segunda Transición que, estoy convencido, la vamos a ver con nuestros propios ojos y la vamos a encabezar”, dijo ayer mismo en un acto electoral en Sevilla ante mil simpatizantes.

Parte de su estrategia pasa por comparar su figura con la de Adolfo Suárez, uno de los arquitectos de aquel proceso, aunque siempre que le preguntan directamente rechaza estar a su “nivel”. Eso sí, si le cuestionan sobre qué está leyendo, responde que una biografía de Suárez o un ensayo sobre la Transición. Si le piden un referente político, cita al expresidente del Gobierno. Y si tiene que elegir un lugar para lanzar su precampaña, opta por Ávila, la tierra del político fallecido en 2014.

Rivera, ¿el nuevo Suárez?

Pero ni Rivera es Suárez ni Iglesias es Carrillo ni las coyunturas se asemejan. “Que alguien intente seguir los pasos de Adolfo Suárez me parece magnífico, ha sido el gran gobernante de este país. Pero claro, de las intenciones a los hechos hay una larga distancia”, apunta al respecto Ónega. Para él, existe una diferencia ideológica apreciable entre ambas figuras: el líder de Ciudadanos “tiene arrebatos conservadores que Suárez no tenía, él era un pelín más de centro izquierda”. Y eso se manifiesta “por ejemplo, en su postura a favor de suprimir el concierto vasco… Pues Suárez fue quien lo incorporó a la Constitución”. Lo mismo ocurre con “otros aspectos en materia fiscal y en general en el tono en política territorial, tiene otro cariz”. Eso sí, el periodista gallego añade que “para una voluntad centrista que hay, no voy a tener malas palabras”.

José Carrillo, hijo del exlíder del comunismo español, remarca que “no hay parecidos entre una Transición de una dictadura a una democracia y el periodo de cambios más o menos profundos que puede surgir a partir de este momento en España”, aunque señala que esas transformaciones pueden deberse “a que la Transición quizá no se completó del todo”. En este sentido, cita la laicidad del estado, la reparación de los derrotados en la Guerra Civil o el reconocimiento de la plurinacionalidad de España como vías por las que apostar, subrayando que “no es lo mismo cambios políticos dentro de un sistema democrático que pasar de un régimen dictatorial a una democracia, como hace 40 años; entonces estaban prohibidos los partidos políticos, las cárceles estaban llenas de represaliados, no había derecho de reunión o de manifestación… pilares esenciales que ahora sí hay”.

Carrillo, exrector de la Universidad Complutense, tenía 23 años cuando murió Franco y se encontraba exiliado en París, como su padre. Recuerda la Transición como “un periodo marcado por la incertidumbre”. La detención de su progenitor en diciembre de 1976 fue uno de los momentos de mayor tensión, junto a la semana negra acaecida apenas un mes después.

“Tras la muerte de Franco se abrieron perspectivas de cambio pero no había un modelo político, un proyecto concreto. Por mucho que luego se haya hablado del famoso proyecto escrito en una servilleta. Lo que había eran distintas fuerzas que empujaban en distintas direcciones y que se pusieron de acuerdo en ese resultante que fue la Constitución de 1978. Y luego unas fuerzas muy apegadas al régimen que por ejemplo hasta muy avanzado ya el proceso no les cabía en la cabeza cosas como legalizar el Partido Comunista”, explica. Esa legalización se produjo a cambio de que Santiago Carrillo reconociera la Monarquía, la bandera rojigualda y la unidad indisoluble de España. Para los anales quedó su comparecencia junto a la enseña “con los colores oficiales del Estado”, donde escenificó esa postura.

Atocha, punto de inflexión

Un punto de inflexión lo marcó el atentado de Atocha, en la mencionada semana negra de enero de 1977, cuando un grupo de ultraderechistas asesinó a tiros a cinco abogados de Comisiones Obreras. Los juristas compartían despacho con la hoy alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, que salvó la vida por casualidad. “El entierro de los abogados de Atocha fue el momento más solemne y duro de la Transición; ver cómo el Partido Comunista era capaz de controlar unos sentimientos de ira perfectamente legítimos por el país… Entonces dijimos: ‘si estos lo han hecho, todos tenemos que hacerlo, todos’”, rememora Germán Álvarez Blanco, que por entonces formaba parte de la corresponsalía en España de France Press.

Álvarez Blanco considera que aquella reacción se debió a la valía de un partido, el PCE, que “en aquel momento tenía el aparato más valioso de todos: intelectualmente, en cultura política, en rigor, en el dominio de la dialéctica, en todo”. “Cómo controlaron las emociones en el entierro de Atocha fue alucinante y me dije ‘esto no puede fracasar, es imposible’”, asevera.

La entereza y responsabilidad con que los comunistas reaccionaron al atentado de Atocha supuso un punto de inflexión

Sobre la situación actual, cree pertinente rebajar el tono de los diagnósticos, aunque sí cree que los desafíos son importantes. ¿Están a la altura de las circunstancias los liderazgos políticos? “Mi única expectativa real es Albert Rivera, porque Pedro Sánchez es un elemento prefabricado, con escasa profundidad y peso específico, que controla su discurso de forma artificial… No me gusta, no me lo creo”. En cuanto a Rajoy, “es un señor amortizado, le quedará un año o dos” en política, mientras “Iglesias ahora es un fenómeno importante pero pasajero y acabará en fenómeno marginal, porque es muy difícil que la gente compre esos giros bruscos que da al socaire de las encuestas”.

“Cada sociedad dispone de los liderazgos que ella misma genera”, señala en este punto Miquel Roca, que elude estimar mejor a los políticos de la Transición: “Siempre se tiende a criticar a los líderes de cada momento, sobre todo comparándolos con otros, y yo creo que si se critican entonces la crítica es a la sociedad entera, porque no son más que un reflejo de ella”.

Para Juan Luis Cebrián, una cosa es que ambas épocas sean incomparables y otra que haya aspectos que no se pudieron culminar a finales de los 70 o que “problemas sistémicos” de España se reproduzcan periódicamente. El cofundador de El País pide a los nuevos líderes reformas amplias “porque, si no se hacen, el sistema está herido de muerte”. Cebrián justifica sus recelos hacia la dialéctica de la Segunda Transición recordando que el primero que la empleó “fue, paradójicamente, José María Aznar, en los años 90, que escribió un libro titulado así”.

Cebrián estima que “quizá las nuevas generaciones no tienen constancia de lo que era la España de la dictadura, una España sin libertad de ningún género: ni política, ni sindical, ni personal, ni sexual… Era un país verdaderamente atrasado donde los ciudadanos no tenían la condición de tal, sino que eran súbditos. Y esa es la auténtica Transición, de un país sin libertades a un país democrático. Lo que hay ahora es un cambio que afecta a un sistema deteriorado, que en muchos aspectos no responde a las necesidades del momento. Pero no es una Transición”.

«Segundas partes nunca fueron buenas»

El libro de Aznar y el discurso de aquel PP de los 90 lo recuerda muy bien Joaquín Leguina, presidente de la comunidad de Madrid de 1983 a 1995 y activista antifranquista en su época universitaria. “¿Una Segunda Transición? ¿Hacia dónde? ¿Hacia ninguna parte? También Aznar hablaba de eso en su primera legislatura y yo tengo que decir lo mismo que entonces: que segundas partes nunca fueron buenas”. Leguina alberga reservas hacia las veleidades de los partidos emergentes, aunque asume que “la Constitución requiere retoques, lo que los americanos llaman enmiendas, pero no hacer una nueva, ni tocar los derechos civiles o la soberanía popular… Es que aquí tenemos la costumbre de deshacerlo todo cada 25 o 35 años y ya nos hemos suicidado bastantes veces”.

Enrique Tierno: «Si a esto le quieren llamar Segunda Transición, es una cuestión semántica, pero no hay paralelismo con la primera»

Uno de los pilares de esa Carta Magna es el preámbulo que consagra el imperio de la ley, la soberanía popular o la protección de los derechos humanos. Fue escrito por Enrique Tierno Galván, que luego quedaría al margen de la comisión parlamentaria encargada de la confección final del texto. Ello fue más por “cuestiones personales” que políticas o ideológicas, como recuerda su hijo, Enrique Tierno, actual presidente del Ateneo de Madrid. Tierno hijo ya pertenecía al Partido Socialista Popular de su padre en la Transición y tampoco cree que quepa hacer comparaciones con lo que ocurre ahora: “Sí es un momento de cambio y si a eso se le quiere llamar Segunda Transición, pues es una cuestión semántica… pero no veo ni mucho menos un paralelismo con la primera”.

Ese momento de cambio será protagonizado por un Congreso muy fragmentado y renovado. Una parte importante de la Cámara tomará posesión con actitud similar a la de Suárez y el resto de hacedores de la Transición, quepa o no la comparación entre ambos momentos. Actitud que en el caso del expresidente del Gobierno fue adelantada, en una de sus intervenciones más célebres, con versos de Machado que podrían inspirar hoy a más de uno: “Está el hoy abierto al mañana, / mañana al infinito. / Hombres de España, / ni el pasado ha muerto / ni está el mañana ni el ayer escritos”.

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