Por mucho que los aficionados más encallecidos al género lo lamentemos, el subgénero de las casas encantadas está empezando a agotarse del todo.
La pequeña explosión de Insidious, Expediente Warren y, en menor medida, la Sinister que precede a esta secuela que nos ocupa se ha visto enturbiada por películas tan flojas como el remake de Poltergeist, las mismas secuelas de Insidious, la horrenda Anabelle y, en fin, esta secuela que nos ocupa. Al fin y al cabo, todas parten de un planteamiento muy similar, el de la familia más o menos resquebrajada que se ve amenazada por un ente sobrenatural que puede o no tener que ver con la causa de ese resquebrajamiento. Y la ecuación es muy sencilla: cuando la película introduce elementos que funcionan (ese viaje al más allá de Insidious, la pareja de cazafantasmas de Expediente Warren), el conjunto funciona. Pero no siempre esos elementos están presentes.
El problema de toda esta oleada es que, atemorizadas por el descomunal éxito de Insidious, pocas se atreven a dar un paso lateral y distanciarse del código de la familia en peligro instituido hace décadas por Terror en Amityville y la primera Poltergeist. Sin embargo, las mejores películas de casas encantadas lo hacen: The Haunting (la original de los sesenta) o La leyenda de la mansión del infierno, por ejemplo, lo hacían, convirtiéndose en psicodélicos jugueteos con la percepción de personajes y espectador. La casa se convertía en el monstruo, no en una mera caja de sorpresas donde habitaba el mal.
Sin embargo, toda esta nueva oleada de películas de casas encantadas (donde también podemos incluir, con matices, a las mayormente soporíferas Paranormal Activity) son meras sucesiones de sustos baratos y personajes muy traumatizados por cuestiones ajenas a los fantasmas. Resultado: no permanecen en la memoria del espectador después de unos cuantos saltos en la butaca.
La primera Sinister se las arreglaba para, al menos estéticamente, introducir ciertas variantes en la moda. La inclusión de las películas caseras como receptáculo del mal no es nueva, pero su estética de meme internáutico y un interesante empleo del sonido salvaba a aquella discreta pero conseguida película de Scott Derrickson. La secuela, sin embargo, no solo depende demasiado del argumento y mitología de aquella, negándose a aportar nada nuevo al atractivo concepto del hombre del saco que rapta niños y los convierte en metafóricos receptáculos del mal, sino que prácticamente no se desvía de los logros visuales del Super 8 endemoniado. Sin embargo, donde en la primera Sinister se subrayaba con acierto todo lo que tienen de misterioso y enigmático las películas mudas, mal rodadas y que reflejan situaciones cotidianas que se tuercen, aquí se entra directamente en unas películas malditas que a lo único que conducen es a un guion confuso y poco coherente.
Sinister 2 garantiza una buena carga de sustos, claro que sí. Y hay aciertos puntuales: de nuevo las películas, los juegos con luces y linternas, la siempre escalofriante presencia de una iglesia abandonada… pero en términos generales, no remonta el vuelo. Sinister 2 está demasiado pendiente de sus anodinas compañeras de viaje y del éxito de su precedente como para preocuparse de enhebrar una propuesta novedosa.
Sinister 2
Ciaran Foy
James Ransone, Shannyn Sossamon, Robert Daniel Sloan
2015