Tres hermanos, un palomar y unos cubos. La España más negra siempre está empeñada en superar a cualquier ficción.
En el trastero que había debajo de las escaleras. Así mantenía a Harry Potter la familia Dursley en la popular saga del niño mago. No era, ni mucho menos, una situación inédita para la ficción. Ni Potter vivía en unas condiciones tan deplorables, si le comparamos con otros niños de la literatura.
En 1989, DC Comics publicaba La Casa de Muñecas, una historia de Neil Gaiman para Sandman en la que el personaje de Jed Walker era mantenido en unas condiciones mucho peores que las de Harry para cobrar el cheque de los servicios sociales.
Por supuesto, la idea de encerrar y maltratar niños es un clásico de la literatura y los cuentos populares. Cenicienta era reducida a la esclavitud por sus hermanastras (y probablemente las ratas la mordían, no le cosían vestidos). Hansel y Gretel fueron expulsados por su madrastra, con la aquiescencia de su padre, para terminar en manos de una anciana caníbal. En la novela gótica Flores en el Ático, de V.C.Andrews (1979) la sonada de Corrine Dollanganger mantiene encerrados a sus cuatro hijos en el ático o y (¡spoilers!) intenta asesinarlos con dónuts impregnados con arsénico básicamente porque es una hija de perra superficial. Consigue matar a uno.
Nótese que en muchas de estas historias se ponen en cuestión muchos lazos, incluso el paterno-filial, pero que la relación que supera a casi todas suele ser la fraternal. No es que no haya hermanos con problemas en la literatura, comenzando por el mismo principio con Caín y Abel. O a sus ecos Cal y Aron en Al Este del Eden, de Steinbeck. Por no hablar de los fraticidios cometidos por Claudio y Scar. O la tragedia en la casa de Bernarda Alba (aunque las hijas se vuelven imbéciles por culpa de su madre). O los Baratheon. Y eso sin olvidar esas historias de hermanos anónimos que todos conocemos en la vida real, enfrentados por herencias, mujeres o gilipolleces.
Pero normalmente las pugnas duras de verdad en literatura están relacionadas con medio hermanos y hermanastros. Y si no, que se lo digan a Moisés y al Faraón.
Si buscamos hermanos de sangre, la literatura nos ofrece una panoplia de relaciones positivas. Jem y Scout Finch en Matar a un Ruiseñor son adorables, del mismo modo que lo son los gemelos Weasley, las hermanas March de Mujercitas, los hermanos Pevensie (aunque Edmund venda al resto por unas puñeteras chuches turcas) o los huérfanos Beaudelaire. Los Ryan, aunque sólo quede un soldado; Katniss y Prim, unidas frente al Hambre; Jess y Maybelle Aarons en Terabithia; los tres hermanos Wiggin (sí, también Peter); Julian, Dick y Ana en Los Cinco; Jacob y Evie Frye en Assassin’s Creed, Syndicate; Jaime y Cersei Lannister… O los Stark, si eres de esos que prefieres amor fraternal sin incestos ni arrojar a niños por la ventana.
Puestos a elegir una profesión, muchos niños siguen los pasos de sus hermanos. Que se lo digan a los Dalton, a los Gasol, a los Wright, a los Coen o a las Williams.
Sirva este repaso para entender hasta qué punto me ha afectado la historia del palomar de Dos Hermanas. Un pueblo que, para colmo, tiene un nombre fraternal, que bebe de la historia del adalid de León Gonzalo Nazareno, y de quienes posiblemente fueron sus hermanas, Elvira y Estefanía Nazareno.
Un hombre de 59 años en un infierno sacado de Se7en, pero sin Kevin Spacey en el horizonte. Sólo sus dos hermanos. «¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?», preguntaba Caín a Yahveh. Estos animales fueron más allá. Vivían a costa de las heces en cubos, del abandono, de la miseria, de la profundidad de esta España sin fondo. Escoria, sí, pero escoria de todo a cien. Nadie rodará una película sobre este caso porque no hay conflicto, sólo el ejercicio sádico de la autoridad mileurista. ¿Qué novela puede salir de ahí, cuando en los ojos de la víctima sólo cabía resignación, incomprensión y, muy probablemente, amor por sus captores?
Quizá me lo tomo más a pecho porque tengo un hermano y mis padres me educaron en la creencia de que, básicamente, somos herramientas contra la soledad del otro. Lo que queda cuando se te acaban los padres. Que todo pasa salvo esos lazos de sangre que comenzaron cuando íbamos cogidos de la mano en pantalones cortos.
Es incluso más duro cuando tienes dos hijos y piensas en educarlos de la misma manera, como a un comando frente a la vida. Como un regalo por cabeza, disfrazado a menudo de molestia ruidosa que te quita los juguetes.
Porque los ideales son sólo eso, las personas son sólo gente y la vida se empeña en arrojarte mierda a la cara, del mismo modo que arroja bebés a los contenedores. Es su forma de recordarte que ninguna relación es sagrada en todos los casos, que los hamsters se comen a sus crías y que muchos de nuestros conciudadanos y votantes no son más que Puertos Hurracos a punto de desencadenarse.