En nuestro país, las normas administrativas, por no hablar de las de mayor rango, son tan profusas como abstrusas.
En una sociedad como la nuestra, con cuatro niveles competenciales: Europa, España, Comunidades Autónomas y Ayuntamientos, sin incluir las Diputaciones, los Cabildos Canarios y los Consejos Insulares de Baleares, las competencias administrativas y políticas se cruzan y, a menudo, se enredan.
En sus relaciones con la Administración, el ciudadano ha de moverse en torno de una red en la cual fácilmente se ve atrapado. Los avances informáticos, que, sin duda, acabarán sirviendo para desenredar esta madeja, no impiden, por ejemplo, que si alguien acude a la ventanilla de un municipio para presentar una instancia con el fin de reclamar cualquier derecho o certificado se le exija que adjunte un certificado de residencia, cuya obtención se otorga en otra ventanilla del mismo municipio. Y que exista una ley que prohíba este atropello no sirve de nada.
En España la conexión de las bases de datos entre los distintos niveles de la Administración, e incluso dentro de la misma Administración, aún resplandece por su ausencia, lo que se traduce en molestias sin cuento, pérdidas de tiempo y corruptelas varias. La obtención de una licencia de obras, de apertura de un negocio u otra cualquiera, se convierte en un viacrucis en el que brilla con luz propia el título de Larra, escrito, precisamente con este propósito, ya en el siglo XIX: Vuelva usted mañana, era ese título que tomo aquí prestado. Estas pérdidas de tiempo, de trabajo y de dinero no son fácilmente cuantificables ni, que se sepa, se han cuantificado. Sin embargo, se puede afirmar, sin miedo a equivocarse, que su monto anual daría para sacar del apuro a un buen puñado de personas.
Aun siendo grave este destrozo, es mayor aquél que, derivado de esta incuria administrativa, se concreta en corrupciones varias y permanentes, que ya forman parte del paisaje y nunca se ven reflejadas en los medios, con la excepción puntual y anecdótica del jefe de redacción cazado, por el azar o la necesidad, en una la trampa burocrática y que se desahoga –él, que sí puede-, con un suelto. Es una corrupción tenaz, dispersa y extendida como mancha de aceite por encima y por debajo de los expedientes atados con las indestructibles cintas de balduque.
En Madrid, por ejemplo, una licencia de obras, con todos los “papeles en regla”, puede tardar en concederse entre año y medio y tres años, a no ser, claro está, que se tenga “buena mano” cerca del encargado que “mueve” el expediente. Artefacto, éste del expediente, que tiende a navegar sin prisa, dentro de un mar en calma chicha. Un mar que sólo se agita por amistad o por dinero. La inmensa mayoría de los locales abiertos al público en la capital de España carece de licencia de apertura. Si una persona desea abrir, por ejemplo, un bar en Madrid, y siempre que el lugar no esté declarado como protegido (en esta caso, el calvario es mayor), ha de solicitar sucesivamente tres licencias.
A saber: de obras, para adecuar el local, de actividades, para que se le autorice en concreto su negocio (bar, mercería o lo que sea) y de funcionamiento. Esta última licencia, la de funcionamiento, no la otorga la Junta de Distrito sino, de consuno, ésta y Protección Civil. Y este último dato no es baladí, pues hace ya tiempo que el Ayuntamiento quiso aliviar el calvario y creó una licencia única, que, como suele ocurrir con lo único en la administración (la ventanilla única y otros intentos parecidos), se convirtió, por mor de la lógica burocrática, en una instancia más. Así, si al lector le sobran tiempo y ganas puede dirigirse a una Junta Municipal madrileña y preguntar allí qué le conviene más: solicitar la única o las tres tradicionales. Le contestarán, sin engañarle, que es mejor el trino. Este misterio de la Trinidad (uno y trino) conduce, como bien se ve, a que muy pocos de los locales abiertos al público en Madrid gocen de estatus legal.