Yo confieso: era un hater de Lebron, pero he visto la luz

Lebron: seis finales y (por ahora) dos títulos de campeón de la NBA.

«Es solo fisico». «No tiene buen tiro». «En los momentos de la verdad, se viene abajo». Llevamos una década leyendo y escuchando frases más o menos como ésta por parte de aficionados a la NBA de todo tipo. Pero vale ya de postureo: The Chosen One es uno de los más grandes de siempre incluso aunque se retirara mañana. A mi me ha convencido.

Lo confieso: He sido durante muchos años (demasiados) un hater de Lebron James. Lo fui durante toda su primera estapa en Cleveland Cavaliers, a pesar de que fueron pocas sus actuaciones legendarias, y durante sus dos primeras temporadas en Miami. No podía con él desde que la prensa estadounidense ya le había designado como el nuevo Jordan (¡HEREJÍA!) o El Elegido (The Chosen One) antes siquiera de que debutase en la NBA.

¿Cómo podían atreverse algunos comentaristas en EEUU a comparar a ese saco de músculos con artistas de este deporte como Michael Jordan o, en menor medida, Kobe Bryant? ¿Cómo osaban siquiera? A pesar de que sus números apuntaban ya desde su temporada de novato a un jugador único, siquiera compararle con mis ídolos sacaba lo peor de mi. A mis ojos, Lebron se presentaba como una especie de Robocop, un cyborg baloncestístico sin alma que avasallaba a sus rivales por su físico. Pero adolecía de alma, de técnica, de refinamiento y, sobre todo, de un tiro fiable.

La bola de nieve de Lebron seguía creciendo a medida que destrozaba récords de precocidad, y con ellos mi deseo inconfesable de verle caer. No le tenía tanta rabia como para desearle el mal, pero cada vez que tropezaba en alguna ronda de playoff (cada vez menos) aquello servía para confirmar mi prejuicio: Sí, mucho físico y es el rey de las temporadas regulares, pero a la hora de la verdad no las mete porque le falla el tiro y porque no es duro mentalmente. Paparruchas.

Lo cierto es que Lebron fue incrementando su conocimiento del juego año a año, fue añadiendo más y más recursos a su inacabable repertorio, fue aprendiendo a sumar a sus compañeros y contra todo pronóstico (por lo menos en mi cabeza) alcanzó las finales en 2007 con un equipo en el que Larry Hughes y Zydrunas Ilgauskas eran los escuderos del genio de Akron. No era el peor equipo finalista que yo haya visto, pero sí de los peores. Si estaban en esas finales (que perdieron claramente contra San Antonio) fue en un porcentaje altísimo por culpa de Lebron. Yo me resistía a verlo, y preferí reivindicar el juego colectivo y la bella sobriedad de Tim Duncan o Tony Parker.

Mudanza a Miami, «así cualquiera»

Tras esa inmensa temporada (¡¡¡con solo 23 años!!!) las siguientes tres parecieron mostrar un gran rendimiento en lo individual, pero un cierto estancamiento en lo colectivo. Cleveland se había convertido en uno de los grandes equipos de aquella NBA (un par de temporadas fueron líderes en victorias), pero irremediablemente acababa mordiendo el polvo en semifinales o finales de conferencia. Dos veces contra Boston Celtics y otra contra Orlando Magic.

Los necios como yo creíamos más que confirmados así nuestros prejuicios: que Lebrón mucho lirili, pero poco lerele. Que hacía unos grandes números y que era el rey de los MVP y los triples dobles en liga regular. Pero eso, en liga regular. Cuando tocaba el tiempo de los tipos duros, la cabeza poco amueblada y los (una vez más) problemas de tiro de King James le alejaban del olimpo de los más grandes. Fue entonces cuando Lebron nos dejaba a todos con el pie cambiado.

En un verano delirante, James montaba el numerito y anunciaba su fichaje por un equipo con más aspiraciones dentro de la Conferencia Este: Miami. Pero además no iba a competir casi solo, como hasta ahora. Todo lo contrario: conseguía convencer a dos de sus mejores amigos (y mejores jugadores del momento), Dwayne Wade y Chris Bosh de que compartieran vestuario con él. Nacía así el enésimo Big Three, y con él las acusaciones de que Lebron se tenía que arropar de superestrellas para poder aspirar a ganar [como si eso no fuera una constante a lo largo de la historia].

Dicho y hecho, el equipo se convirtió, no sin problemas, en una máquina imperfecta pero contundente de jugar al baloncesto. El primer año llegan a las finales. Y contra los Dallas Mavericks del alemán Dirk Nowitzki. Pese al poderío del trío estelar de Miami, fue Dallas quien se llevó el anillo, tras una actuación global bastante floja de The Chosen One: había estado muy desacertado en el tiro, y dio la sensación de esconderse en los momentos que más quemaba el balón.

A la tercera, la vencida

Algo ocurrió en el verano de 2011. Quizás fueron los entrenamientos, o quizá una nueva mentalización. Quizá simplemente se quitó presión de encima. Pero algo ocurrió que convirtió al saco de músculo y posibilidades que era Lebron en uno de los mejores y más totales jugadores de la historia del baloncesto. Tiro más preciso (incluso en momentos calientes) y decisiones más sabias eran sus nuevas armas. Desde aquel verano de 2011 el que ya era de por si un jugador inmenso se transformó en un jugador más perfeccionado, más frío y, sobre todo, ganador. Ahí es cuando acabas de convencer a los indecisos como yo. Qué fácil a toro pasado.

James y sus Heat ganaron dos anillos consecutivos y alcanzaron una final el pasado año en la que, esta vez sí, cayeron contra unos excelsos San Antonio Spurs. EL EQUIPO con letras mayúsculas, la inteligencia colectiva. Sólo la mejor expresión de lo que es el juego colaborativo tejano y un cierto declive de Wade y Bosh pudieron apartar a Miami de su tercer anillo. No pudo ser, pero tras estos cuatro años ya nadie nunca volvería a osar decir que Lebron no era un ganador. Su siguiente desafío era para dejar malo a los que no le considerábamos una leyenda.

El plan de Lebron se empezó a fraguar al poco tiempo de acabar la temporada pasada. Lebron iba a volver a Cleveland. A la ciudad que se sintió traicionada y despechada por su marcha. Su objetivo: reconquistar su ciudad y a su gente, y lograr lo que ni él ni nadie pudo antes: un anillo de la NBA para el estado de Ohio. Pero no lo haría solo, y repetiría la fórmula de Miami. Un Big Three con Kyrie Irving y Kevin Love, dos de los mejores anotadores de toda la NBA.

El equipo no ha llegado a jugar bien, lo que se dice bien, en ningún momento de la temporada. Pero no le ha hecho falta. Ni siquiera le ha hecho falta contar con el ala pívot procedente de UCLA, lesionado en el hombro en primera ronda. Ni siquiera con un Irving al 100%. Lebron se ha visto sobrado para colarse en las Finales, que comienzan el próximo jueves. Estamos ante un James menos físico (aun así es avasallador), más cerebral, pero en el que cada una de sus armas está más afilada que nunca. No se ha llevado el MVP, sinceramente, porque no ha querido. Tiene muy complicado llevarse estas finales porque sus dos mejores compañeros están tocados y porque se enfrenta a Golden State, una de las más afinadas máquinas de jugar baloncesto de los últimos 20 años.

Pero si tuviera que apostar, por favor, no me hagan apostar contra Lebron. Ya he perdido demasiadas veces.

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