Yogi Berra, fallecido hace unos días a los 90 años, será recordado no sólo por ser una leyenda del béisbol y de los New York Yankees, sino por sus frases inimitables: los ‘yogismos’.
Lawrence ‘Yogi’ Berra defendía que siempre hay que ir a los funerales de los demás, porque de lo contrario ellos no irán al tuyo. Nacido en Missouri, se convirtió en una leyenda del béisbol en Nueva York con el uniforme de los Yankees y acabó cruzando el Hudson para instalarse en Nueva Jersey. Con semejante dispersión, su mujer le preguntó dónde quería que le enterraran. La respuesta fue: “No sé; cuando llegue el momento, sorpréndeme”.
No hubo sorpresa: Carmen Berra murió en 2013, con 85 años, y Yogi la semana pasada, a los 90. El apodo que se acabó convirtiendo en nombre se lo puso un compañero, que advertía en sus posturas las de un maestro de yoga. Si Yogi Berra es conocido en España fuera de los -reducidos- círculos de su deporte es gracias a Historias de Nueva York, el libro central de la trilogía urbana de Enric González, que comenzó con Londres y acabó con Roma. El periodista dedica un capítulo a desmenuzar el corazón beisbolero de la Gran Manzana, la desigual vida de Yankees y Mets- y recopila una docena de frases de Berra, que uno no sabe si tomar por estupideces o por genialidades. Por ejemplo, cuando dice que “el futuro ya no es lo que era” o cuando define el béisbol como “una cuestión que es 90% cerebro y la otra mitad esfuerzo físico”.
Berra fue reverenciado en Estados Unidos no sólo por su carrera deportiva, sino como veterano de la II Guerra Mundial. Con 19 años participó en el desembarco de Normandía. Su misión era disparar a las posiciones de tiro alemanas para cubrir a los soldados que trataban de alcanzar Omaha Beach. Confiesa que era aún demasiado ignorante para sentir miedo, y que tanto cohete le hacía evocar los fuegos artificiales del 4 de julio. Calcula que pasó seis horas disparando desde su embarcación, tan embelesado que el teniente tenía que insistir en que bajara la cabeza si no quería perderla.
Tras la guerra, comenzó a jugar al béisbol con el equipo de la base submarina de New London (Connecticut) y allí llamó la atención de los Yankees. Jugó casi dos décadas en la Major League Baseball (MLB), de 1946 a 1965, y está considerado el mejor jugador de la primera mitad de los años cincuenta y uno de los mejores catchers de la historia. Compartió vestuario con leyendas como Mickey Mantle y Joe DiMaggio y sigue siendo el jugador que más veces ha jugado las Series Mundiales, catorce, y el que más veces las ha ganado, diez. “Sabía que ese récord permanecería hasta que alguien lo batiera”, dijo una vez.
También fue entrenador y manager, no sólo de sus Yankees sino de los vecinos Mets, a los que llevó a las Series Mundiales en 1969. En un momento de dificultades, cuando se especulaba con su despido, tuvo que salir a zanjar el tema: “Nada se ha terminado hasta que se termina”.
Sus “yogismos” dejaron huella. Basta ver el horario del museo-escuela que lleva su nombre en el campus de la Universidad de Montclair, en Nueva Jersey: “Abierto hasta que cerremos”. Muchos de los libros que se han escrito sobre él llevan por título algunas de estas frases: ‘¿Qué hora es? ¿Quieres decir ahora?’; ‘Puedes observar mucho mirando’ o ‘Cuando llegues a una encrucijada, tómala’. Aunque, atendiendo a cómo han trascendido algunas de sus frases, tal vez el mejor título sea: ‘Yo no dije todo lo que he dicho’. Calificarle como inimitable sería tópico, y mucho menos rico que hacerlo con su propio estilo. En sus propias palabras: “Si no puedes imitar a alguien, no le copies”.