Marranería filonipona

Kimoi Portada

El comic erótico (en cualquiera de sus grados de intensidad) ha vivido siempre en un peculiar ghetto, motivado posiblemente por la misma razón por la que los videojuegos excesivamente violentos o sensuales tienen un componente extra de corrosividad. De forma intuitiva e injusta, suelen asociarse con productos infantiles. Al fin y al cabo, los videojuegos son juegos y los comics dibujos, ¿no?

Bueno, no, como todos sabemos. Pero aún así, el comic erótico conserva un poso de transgresión extra a causa de su naturaleza. Muchos de sus mejores autores la han sabido explotar a conciencia. Es el caso de las míticas Biblias de Tijuana -los primeros y prohibidos comics pornográficos-, que a menudo estaban protagonizados por versiones piratas y sicalípticas de los tebeos de éxito de principios de siglo pasado -estos sí muy a menudo orientados al público infantil-. O de los mangas eróticos, extendidísimos en Oriente pero que juegan una y otra vez con su condición dibujada e impresa, con el compartir formato con obras de intenciones y naturaleza infinitamente más inocentes.

El álbum de tiras Kimoi, obra de Ángel y editado por Diábolo, comparte con el manga japonés, precisamente, la estética limpia en la superficie pero turbia en el fondo, así como el gusto por la subcultura adolescente nipona. Kimoi, de hecho, es argot juvenil japonés para describir algo desagradable, extraño o repulsivo. Y esta recopilación de tiras de Ángel es exactamente eso: una colección de chascarrillos rebosantes de referencias a la cultura del porno audiovisual extremo en sus variantes más sucias, citas directas a actrices japonesas del sector, mucho uniforme de colegiala, un aire de refrescante despreocupación jovial y otaku, y un par de mascotitas adecuadamente perversas.

Ángel no siempre da en el clavo con el ritmo o la potencia de los chistes, pero el comic erótico funciona, en cierto sentido, por acumulación (por eso se echa tanto de menos a revistas como la mítica Kiss Comix), y lo cierto Kimoi se lee en un suspiro apelotonado y glotón. Tras él, el lector habrá recibido una buena dosis de guiños para conocedores de las alcantarillas del Internet sexual, memes pervertidos y gusto por el simple chascarrillo guarro. Si a eso le añadimos un trazo personalísimo, en el que se detectan hasta trazas de un Daniel Clowes adolescente, tenemos un álbum digno de atesorar. Porque vivimos tiempos en los que la cultura está, por desgracia, muy poco carnal.  

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